VIAJE A LA INDIA: UN VIEJO LIBRO DE PIERRE LOTI

Artículo disponible en formado audio narrado por Mikel González

Hace algo más de 12 años, la Librería Anticuaria de Oviedo me envió una cuidada primera edición de La India, de Pierre Loti, publicado en 1906:

«Siete u ocho días de camino quedan aún en medio de este azul radiante del cielo y del mar, antes de llegar al fin de mi viaje. Con qué inquietud de no encontrar nada; con cuánto temor a las decepciones finales, voy hacia allá, hacia esa India, cuna del pensamiento humano y de la oración, no ya como antes, para hacer en ella una escala frívola, sino para pedir, esta vez, la paz a los depositarios de la sabiduría ariana, para suplicarles que, a falta de la inefable esperanza cristiana que en mí se ha desvanecido, me presten, al menos, su fe, más severa, en una prolongación indefinida de las almas…».

El viajero del s. XXI añora esas gestas inauditas: Pierre Loti escribe mientras navega por las bíblicas aguas del Mar Rojo, camino del Golfo Pérsico y del Mar de Omán, hacia las costas del Gujarat. Hoy bastan apenas ocho horas de vuelo desde Madrid para aterrizar en el nuevo aeropuerto de Delhi, dedicado a la desdichada Indira Gandhi.

Visitar los despejados bulevares de la ciudad-jardín de Nueva Delhi, con sus elegantes bungalows (corrupción fonética de “bengalíes”), siempre resulta atractivo: magníficos edificios con los que los británicos corrompían a los marajás rajastanís, sede hoy de prósperas empresas o propiedad de acaudaladas familias; el gigantesco Delhi Golf Club, con una lista de espera de décadas; la Puerta de la India; los edificios gubernamentales… Entre ellos destaca la mole del Rashtrapati Bhavan, la antigua Casa del Virrey británico y actual residencia oficial del presidente de la India. Al frente surge el larguísimo bulevar ceremonial Rajpath, el Camino Real.

Y los árboles.

Porque si algo hay que reconocerle a Sir Edward Lutyens, el arquitecto británico que imaginó una nueva capital colonial entre 1911 y 1931 –sustituyendo a Calcuta pero dejándola inconclusa- es su pasión por inundar Nueva Delhi no ya con remedos de la arquitectura victoriana pasados por el eclecticismo local, de lo hindú a lo mogol, como la antigua Casa del Virrey, sino también con maravillosas especies arbóreas traídas desde todos los rincones del país. La frondosa Ficus religiosa, bajo la cual tuvo su iluminación Buda; la Azadirachta indica, el popular “árbol del neem” cuyas hojas tienen eficaces propiedades antisépticas; gigantescos Ficus bengalensis y, cómo no, inmensos campos de césped rematados por audaces buganvillas.

El Imperial, cerca de la comercial y ordenada Connaught Place, es el hotel donde toca amanecer en Nueva Delhi. El portero, un elegantísimo y espigado sij de riguroso punjabi negro y tocado con turbante, saludará al viajero con un cálido Namasté. Una densa niebla, mezcla de contaminación y neblinas, tiñe de misteriosa aureola las estampas matutinas que se suceden tras los ventanales del vehículo, ojalá un Hindustan Ambassador: un cuerpo de élite de la policía, vistosamente ataviado, que parece entrenarse en el arte del desfile; perezosos rickshaws que comienzan poco a poco a invadirlo todo; el palacio del Nizam de Hyderabad, el del rajá de Jaipur… y la Tumba de Humayun, que merece la pena visitar temprano para asegurarse estar completamente solos. Algo inaudito en una ciudad donde moran casi 19 millones de almas.

Se trata de la primera tumba-jardín del subcontinente indio, una joya de la arquitectura mogol del siglo XVI. Babur, padre de Humayun y fundador del imperio Mogol, era descendiente directo de Tamerlán por parte paterna, y de Gengis Khan por parte materna. Soñó con restablecer el imperio de los timúridas: después del fracaso de varias campañas para conquistar la gran ciudad amurallada de Samarcanda, Babur, con trescientos seguidores pobremente equipados, tomó Kabul y sus alrededores. Y tras desafiar y vencer al Sultán de Delhi, la conquista de la India central estaba allanada.

Babur y Humayun fallecieron, cada uno si cabe, de forma más tontamente accidental. El primero en Agra, al precipitarse al vacío desde un palomar, y el segundo al caer por una empinada escalera en Delhi. Babur odiaba la India y a los indios, y respetando sus últimas voluntades sus restos fueron trasladados a su amada Kabul, a la bellísima tumba-jardín de Bagh-e Babur, actualmente en territorio afgano. Para Humayun su viuda, Hamida Banu Begur, ordenó a dos arquitectos de la también afgana Herat, en el tórrido desierto de Karakum, erigir un fabuloso edificio, el primero de su tipología en la India y modelo para el Taj Mahal. Su planta central, un octógono bagdadí, se eleva en airoso plinto hacia una doble cúpula, el gran invento timúrida. Lo más emblemático sigue siendo el jardín que rodea el complejo, de estilo persa Chahr Bagh: una fuente central de la que manan cuatro ríos -de leche, miel, aceite y vino- que dibujan a su vez cuatro islas-jardín. Es el Pairi Daza de los persas, el Paradeisos de los griegos, el Paraíso de San Agustín, El Jardín de las Delicias de El Bosco. La tumba ocupa el centro, el lugar que correspondería a la fuente de la vida. La Fundación Aga Khan restauró la necrópolis del segundo sultán mogol, coetáneo de Felipe II, en 2003.

Cerca de la tumba de Humayun, el viajero puede maravillarse bajo la esbelta figura del Qutub Minar, del siglo XII, el alminar más alto de toda la India, a cuyos pies se encuentran los restos de la mezquita Quwwat-ul-Islam: el “asombro del Islam”. Siglos después, en el XVII, se completaría la gran mezquita Aljama, cumbre del arte y arquitectura de los mogoles, cuya estructura cabalga a lomos de la Vieja Delhi. Y sí, uno puede visitar cerca un elaborado templo jainista dedicado a Mahavira y los Tirtankaras, o regresar a Nueva Delhi donde cerca del hotel Imperial se yergue el gran templo sij Gurdwara Bangla Sahib, o acercarse hasta el moderno Templo del Loto, magnífica sede de la fe Bahái. Y completar el racimo de espacios religiosos con cualquiera de los adocenados y coloristas templos krishnaítas y vishnuítas que adornan Delhi. Pero la arquitectura mogol, tan tipológica, cautiva a primera vista.

No se tarda demasiado en deshacer el camino que separa la almacabra de Humayun del Museo Nacional, el mejor museo arqueológico del país. Su colección permanente custodia todo el arte de las culturas del Indo: Harappa y Monhejo-Daro; galerías maurya, shunga y shatavahana; arte kushana; arte gupta; edad media y bronces chola. Y de vuelta al coche Hindustan Ambassador, para que el chófer nos lleve hasta el Fuerte Rojo, construido por orden del Shah Jahan en 1648 y sede del poder mogol hasta 1857, y al que accederemos por la colosal Puerta de Lahore, orientada hacia Pakistán, para salir por su Puerta de Delhi, utilizada por el emperador para las procesiones ceremoniales. El fuerte mira a Chandni Chowk, la principal, comercial y populosa arteria de la Vieja Delhi: en sus célebres bazares Naya y Gadodial huele a jengibre, a anís, a azafrán, a cardamomo…

Para entonces, el viajero ya se habrá impregnado de la máxima que debe gobernar el espíritu de cualquiera que se enfrente a este país: «Todo occidental que llega a la India si tiene paciencia, la pierde; y si no la tiene, la alcanza». El apacible Raj Ghat, erigido cerca del lugar de cremación de Mahatma Ghandi, es un buen lugar para huir de la cacofonía de sensaciones que abruman el espíritu, y pararse un momento a pensar cómo sería la experiencia india no ya de un viajero de principios del siglo XXI, sino de principios del siglo XX.

Como en un viejo libro de viajes de Pierre Loti.

Imágenes: Camila CALLE | @mccalle3