VIAJE A JAPÓN: LO ETERNO Y LO EFÍMERO

“Soy totalmente profano en materia de arquitectura pero he oído decir que en las catedrales góticas de Occidente la belleza residía en la altura de los tejados y en la audacia de las agujas que penetran en el cielo. Por el contrario, en los monumentos religiosos de nuestro país, los edificios quedan aplastados bajo las enormes tejas cimeras y su estructura desaparece por completo en la sombra profunda y vasta que proyectan los aleros.”

Junichirō TANIZAKI, El Elogio de la Sombra

Se atribuye al arquitecto japonés Yoshio Taniguchi, artífice de la última ampliación del MoMA neoyorquino, la siguiente frase pronunciada ante los grandes patronos del museo: ‘Si recaudáis mucho dinero, os daré gran arquitectura. Pero si lográis haceros con muchísimo dinero, la haré desaparecer’. Es precisamente ese carácter minimalista, íntimo, casi evanescente, el que a lo largo de las últimas décadas del siglo XX y el arranque del XXI caracteriza la producción de la mayor parte de arquitectos y diseñadores nipones. Del expresionismo monumental inmediatamente posterior a la II Guerra Mundial, alejado del tradicionalismo –y por ello más “occidental”- se ha llegado a un discurso propio imitado a nivel planetario. Pero tan sutil en sus planteamientos, que el mismísimo Bruno Taut admiraría ya en la década de los 30 la “nitidez” de esos productos arquitectónicos: volúmenes puros, la supresión del decorado, la reducción de la arquitectura a una combinación de planos… Todo ello no son sino referencias al Japón histórico. “Lo que resulta significativo es el hecho de cerrar, no el espacio cerrado” (Isamu Noguchi).

Hoy, son legión los viajeros que peregrinan a Japón en busca de las grandes estructuras diseñadas por gigantes de la arquitectura nipona, muchos de ellos galardonados con el deseado Pritzker. Tadao Ando sorprende tanto con la minúscula Iglesia de la Luz (Kobe) como con los increíbles volúmenes del Chichu Art Museum (Naoshima). De la Mediateca de Sendai (Toyo Ito) se han escrito toneladas de artículos por haber resistido al terremoto de Fukushima, pero por qué no alabar también su níveo edificio para las perlas Mikimoto (Tokio). Kisho Kurokawa, el gran metabolista, bascula entre la radicalidad de la torre de cápsulas Nakagin y la vertiginosa ondulación del National Art Center (ambos en Tokio). SANAA (Katsuyo Sejima & Ryue Nishizawa) son capaces de maravillarnos cuando son ultracomerciales (edificios Dior, Tokio) o al acometer el arriesgado Museo del Siglo XXI (Kanazawa) o el imposible Teshima Art Museum (Mar Interior de Seto). Shigeru Ban emociona con su arquitectura de papel y cartón, Kenzo Tange con los volúmenes expresionistas de su recinto olímpico (Tokio, 1964) y con las referencias a la nueva democracia de su ciclópeo Gobierno Metropolitano en pleno corazón del barrio capitalino de Shinjuku. Jun Aoki, Arata Isozaki, el propio Taniguchi…

Cuando Issey Miyake se lanzó a la aventura de dirigir el novísimo 21_21 Design Center (ideado en 2007 junto con Tadao Ando e Isamu Noguchi), tuvo clara su misión: redirigir la mirada del espectador a los acontecimientos y objetos cotidianos. Y es que el diseño japonés –interiorismo y objetos- también ha trascendido fronteras. Desde la globalización de los “básicos” de Muji, hasta las apuestas de artistas como Takashi Murakami o Yayoi Kusama por acercar al gran público piezas firmadas por grandes creadores en formatos, materiales y precios muy asequibles. Aunque quizás el Gesamtkunstwerk, la obra de arte total, sea Yu-un. Esta casa, propiedad del coleccionista Takeo Obayashi, se ubica en Tokio y sirve como casa de huéspedes y galería de arte. Diseñada por Tadao Ando, con sus habituales geometrías simples, reducción lingüística y monocromatismo, desde el inicio del proyecto se concibió la casa como una obra multidisciplinaria. Por eso se recurrió a la colaboración del diseñador Tokujin Yoshioka, del iluminador Shozo Toyohisa y el artista danés-islandés Olafur Eliasson. Este trabajo conjunto dio como resultado un admirable diseño que combina sobriedad y ornamento, ya que la volumetría general de la casa es muy sencilla. Tan sobrio como el Gran Santuario de Ise o la mítica villa imperial Katsura.

Una primera visita a Japón suele generar ansiedad y excitación por partes iguales. Está, claro, lo extraño del lugar; parece diferente, caótico… pero exótico. Las grandes ciudades como Tokio u Osaka se muestran confusas –y confunden- y el recién llegado se siente perdido. A diferencia de las urbes americanas, Japón no ofrece callejeros ortogonales, ni cascos históricos como los de las medievales ciudades europeas. Todo –el idioma sonoro y aún más el escrito, la gente con sus modales y formas de vestir- es distinto. Y sin embargo, el distanciamiento provocado por las metrópolis modernas se reduce frente a la arquitectura y jardines históricos japoneses. Su quietud y reposo contrastan con la densidad, agobio y ruido de la vida urbana. En los jardines históricos de Kioto el viajero se desliza siglos atrás hasta alcanzar un mundo de calma y equilibrio. Las formas de los templos, y a menudo sus plantas, pueden parecer curiosas al principio, pero al menos sus materiales –madera, piedra, pajizo, tejas y escayola- nos son familiares. El refinamiento de las formas y la elocuente artesanía con que fueron realizados apelan a la sensibilidad de cualquier visitante. Pero más allá de ese nivel de percepción, el significado de estos lugares permanece oscuro. La abstracción del jardín seco de Ryoan-ji, la delirante exuberancia del Kinkaku-ji y su pabellón dorado que enloqueciera al alter-ego de Mishima, los delicados musgos del templo Saiho-ji, el potente volumen de arena acariciado por la luz plateada de la luna en el jardín zen del templo Ginkaku-ji, los historiados e infinitos jardines del templo Daitoku-ji…

Volviendo a Taniguchi. Cuando la ciudad de Toyota le encargó el diseño de su nuevo Museo Municipal, el arquitecto no sólo imaginó uno de los edificios más espectaculares de todo Japón. También supo integrar en el parque de esculturas dos casas de té que son toda una loa a cómo los creadores japoneses contemporáneos son capaces de dominar lenguajes antiquísimos para dotarlos de una rabiosa modernidad. Todo viaje por el “país del sol naciente” debiera comenzar por la Galería de Tesoros del Horyu-ji, erigida por Taniguchi en el complejo del Museo Nacional de Tokio para custodiar la fabulosa colección de imágenes sagradas que llegaron al país en el siglo VIII, y culminar, a modo de bucle, en el mismísimo Horyu-ji, a las afueras de Nara. Más de trece siglos separan las estructuras de madera aún en pie más antiguas del mundo, y la vaporosa arquitectura de Taniguchi. Lo eterno y lo efímero.

Imágenes: Silvia SEVILLA | flickr.com/photos/silviasevilla