UN CAMINO AL REVÉS DE LOS CRISTIANOS | LUGO A OURENSE

Lugo se merece una segunda oportunidad, y madrugamos para llegar al Museo Municipal, ubicado en el antiguo convento de San Francisco, apenas abra sus puertas. Antes, nos regalamos la coqueta y profusamente decorada iglesia de San Pedro. Del museo, destacan las antiguas cocinas franciscanas, con sus originales chimeneas, y los torques celtas que imitan también en oro los orfebres locales. Grata sorpresa: la exposición temporal del legado de Vázquez Cereijo, sobrino del poeta Luis Pimentel, con obras de Dalí, Braque, Picasso, Bacon, Matisse, Gregorio Prieto… Nada demasiado espectacular, pero delicioso en cualquier caso. Cerca, en la Plaza de Abastos, un grupo mayoritariamente masculino desayuna empanada con cerveza, a la sombra de edificios de arquitectura racionalista y la portada del antiguo convento de Santo Domingo de Guzmán (ahora habitado por agustinas recoletas).

Nuestro “anti-camino” nos acerca ahora a Monforte de Lemos. Predio de los montaraces Condes de Lemos, el perfil de su torre del homenaje, junto al monasterio benedictino de San Vicente del Pino (actual Parador) y palacio condal le otorgan un severo aire señorial. Aparcamos al lado de la ribera del Cabe, y subimos caminando desde la Plaza de España hasta las calles de la judería –no en vano Monforte forma parte de la red “Caminos de Sefarad”-, en pleno burgo medieval de derruidos muros. Hay que subir, entre huertos y casonas, por las vistas desde el complejo castellano-palaciego-monacal. Enseguida bajamos hasta el Convento de Clarisas, en la orilla opuesta, y de ahí al Parque de los Condes. Impresionante Nuestra Señora de Antigua (actual colegio de Escolapios), el Escorial de Galicia. Como hoy, por ser lunes, está cerrado al público, no podemos ver sus celebérrimos grecos. Para consolarnos, un pulpo increíble –previas tapas de choricitos ahumados y tripón de cerdo- en el Bar Mario, glosado por un crítico gastronómico de The Guardian que debió ver aquí el cielo. Y más pulpo –dos mejor que uno- en Os Chaos, pulpería de barrio donde los vecinos bajan con la olla vacía de su casa para regresar a la placidez del hogar con ella repleta de humeantes patas, cachelos, pimentón y aceite de oliva.

La Ribeira Sacra es tierra de viñedos de uva Mencía, una de las denominaciones de origen protegidas gallegas. No resulta difícil deducir que si aquí, in the middle of nowhere, se cultivaron hectáreas y hectáreas de vid a lo largo de la historia, algo tendrá que ver no solo con la romanización, sino con la necesidad de elaborar vino eucarístico en un mundo remoto trufado de monasterios. Como Santo Estevo de Ribas do Sil, también Parador, rodeado de un hermoso paisaje de viñedos y castaños: cultivos monacales por excelencia, el vino para la Eucaristía y las castañas como sustituto de harinas más nobles en la elaboración de las Sagradas Formas. Cuenta con tres grandiosos claustros inspirados en el renacimiento vallisoletano. Tomamos café y bizcocho casero apoyados en una pared repleta de obras de Tapies: tradición y contemporaneidad. La iglesia y cementerio se ubican en un lateral del Convento-Parador. El templo, con magnífico frontón románico emparedado y descubierto, asombra por sus ciclópeas dimensiones, del todo inesperadas en esta sagrada ribera.

De nuevo en ruta, nos espera Santa Cristina de Ribas do Sil. Pero antes, una parada en uno de los muchísimos miradores de la Ribeira Sacra. Por un camino agreste, un paseo de un ahora nos acerca hasta unas vistas de campeonato sobre los cañones del río Sil. Y enseguida llegamos a Santa Cristina. Es un mundo románico, con poca policromía, de fuste alto, con torre, tetramorfos, canecillos, capiteles historiados, castaños y robles a orillas del sereno río. Sensaciones que también tendremos en Xunqueira de Espadanedo: no tenemos paciencia para esperar a la visita guiada, y tras extasiarnos ante, de nuevo, las dimensiones casi ultraterrenas del complejo, nos asombramos ante unos paisanos que discuten a voces en la puerta del único bar cercano, donde nos tomamos un café buenísimo. De nuevo, una iglesia colosal en un pueblo minúsculo. Cerquita, rematamos con San Pedro de Rocas. Troglodítico, con su grácil espadaña, su aire roqueño y sus tumbas pétreas.

Cae el día cuando llegamos a Ourense. Nos afanamos para conducir hasta las Termas de Outariz, vía el Puente Romano y el del Milenio, obra de mi querido Álvaro Varela, como las termas. Hace años, Álvaro y yo trabajamos juntos en Japón para los Amigos del Museo Nacional-Centro de Arte Reina Sofía. Y siempre hablaba de sus proyectos de “arquitectura del agua” en Ourense, y cómo había logrado convencer al municipio de crear en su Galicia natal un onsen japonés. Y consiguió construir no uno, sino dos. El primero, por cierto, se incendió accidentalmente en Mayo de 2019, y espera una pronta reconstrucción. Al atardecer, las Termas de Outariz –tanto las pozas públicas como el onsen de pago- bullen de animación. Esperamos 30 minutos para poder acceder a estos baños galaico-nipones, con circuitos zen y celta. Las instalaciones podrían mejorar su mantenimiento –fallan el tepidarium y el caldarium-, pero las aguas aguas estupendas. No se respeta el código de silencio del que tantas veces me hablaba Álvaro, imprescindible para imbuirse del espíritu oriental al que animan estas termas. Y es que, hélàs, Ourense no es Kioto.

Cenamos tarde en De Auria, a la sombra de la oscura, por nulamente iluminada, mole catedralicia. Tomate con ventresca y pimientos, entrecot de ternera blanca gallega con huevos rotos, cachelos blancos, panceta, chorizo y el consabido Mencía. Qué bello es vivir.