EN LOS CONFINES DEL SÁHARA: TOMBUCTÚ, LA MISTERIOSA

Artículo disponible en formado audio narrado por Mikel González

La African Association, un club fundado en Londres en 1788 por doce componentes de la high society británica, dedicó todos sus esfuerzos a la exploración del África Occidental, con el objetivo de descubrir los orígenes y el curso del río Níger y la localización exacta de la ciudad de Tombuctú. Sus socios iniciaron la exploración europea de África, organizando más de treinta expediciones al interior del continente. En 1831 la African Association se integró en la Royal Geographical Society, habiendo mantenido hasta entonces en sus estatutos la obligatoriedad de haber pisado Tombuctú para quien quisiera unirse al club.

Antes de iniciar mi primera expedición maliense, hace ya muchos años, una buena amiga me preguntó: «¿pero es verdad que te vas a Tombuctú? ¿ eso existe? ¡si los ingleses, cuando quieren mandarte a la porra, dicen go to Timbuktu!«.

En Tombuctú, la ciudad de los 333 santos, el pan recién horneado siempre esconde unos cuantos granos de arena de regalo: comerse el Sáhara, literalmente. Me gusta compartirlo con Ali Ould Sidi, Director de la UNESCO en la ciudad, antes de poner juntos rumbo a la biblioteca Mamma Haïdara. Allí nos recibirá Abdul Kader Haïdara, su director, que en muchos sentidos fue quien inició el renacimiento de esta Alejandría negra al recorrer el desierto en busca de manuscritos, persuadiendo a las familias de que permitiesen que sus tesoros salieran a la luz. «Tombuctú está volviendo», asegura. «Volverá a levantarse». Con apoyo de las fundaciones Ford y Mellon, las familias comenzaron a catalogar y preservar sus colecciones. Hoy, la biblioteca que dirige es un prodigio de modernidad y avances técnicos, sobre todo en el apartado de restauración, cuya visita impresiona. Esta antigua ciudad, prisionera de las despiadadas arenas del Sáhara y un mundo cambiante que valoró el acceso al mar más que las huellas dejadas por los camellos sobre las dunas, está al borde de un renacimiento. «Queremos construir una Alejandría para el Africa negra», afirma Mohamed Dicko, director del Instituto Ahmed Baba, una biblioteca estatal en Tombuctú. «Esta es nuestra oportunidad de recuperar nuestro lugar en la historia».

Este nuevo capítulo en la historia de Tombuctú, cuya fortuna se hundió en la oscuridad de la Edad Media, es casi tan extraordinario como los que lo precedieron. La ubicación geográfica que condenó a Tombuctú a la oscuridad en la imaginación popular por medio milenio fue en un tiempo la razón de su grandeza. Fue fundado como un centro de trueque nómada en el siglo XI y se convirtió en parte del vasto imperio de Mali, para caer finalmente bajo el control del imperio Songhai. Durante siglos floreció porque estaba entre las dos grandes supercarreteras de la era: el Sáhara, con sus rutas de caravanas que transportaban sal, telas, especias y otras riquezas desde el norte, y el río Níger, que desplazaba oro y esclavos del resto de Africa occidental. Los comerciantes traían libros y manuscritos del otro lado del Mediterráneo y Medio Oriente y se compraban y vendían libros en Tombuctú, en árabe y en idiomas locales tales como el songhai y el tamashek, el lenguaje del pueblo tuareg. Tombuctú era además sede de la prestigiosísima Universidad de Sankoré, que llego a tener 25.000 estudiantes. Un ejército de escribas, hábiles calígrafos, se ganaba la vida copiando los manuscritos traídos por los viajeros. Las familias principales, las de los comerciantes más ricos y poderosos, agregaban esas copias a sus propias bibliotecas. Como resultado de ello, Tombuctú se convirtió en depositaria de una colección vasta y ecléctica de manuscritos.

«Astronomía, botánica, farmacología, geometría, geografía, química, biología», me cuenta Ali Imam Ben Essayouti, descendiente de una familia de imames que guarda una amplia biblioteca frente a la mezquita Djingaraiber. «Hay ley islámica, ley familiar, los derechos de las mujeres, derechos humanos, leyes relativas al ganado, los derechos de los niños. Todos los temas bajo el sol están representados aquí». Un libro del siglo XIX sobre prácticas islámicas da consejos sobre menstruación. Un texto médico sugiere usar carne de sapo para tratar las mordeduras de víbora, y excremento de pantera mezclado con manteca para aliviar las hemorroides. Hay miles de copias del Corán y libros sobre derecho islámico, así como biografías iluminadas del profeta Mahoma, algunas de hace un milenio, incluyendo diagramas de la huella de sus pies.

Soy incapaz de recordar cuántas bibliotecas he visitado en mis viajes a Tombuctú. Quizá la más especial sea la de Ismael Diadié Haïdara: no en vano conoce al dedillo la historia de las dos ramas de su familia (once generaciones ya), una con orígenes en los visigodos españoles y la otra en los emperadores Songhai que gobernaron Tombuctú en su cénit. Recuerdo que en la sala de su biblioteca, hace años, me decía: «poseo un pergamino con la historia de mi familia escrito en 1519; y sé por mis investigaciones que las grandes ciudades rara vez tienen una segunda oportunidad. Pero nosotros tenemos una segunda oportunidad porque nos aferramos a nuestro pasado.» Haïdara es descendiente de los Kati, una familia toledana. Uno de sus ancestros huyó de la persecución religiosa en el siglo XV y se estableció en lo que es ahora Mali, trayendo consigo su formidable biblioteca. La familia Kati se relacionó por vía del matrimonio con la familia imperial Songhai, y el hábito de los ancestros de Haïdara de escribir notas en los márgenes de sus manuscritos ha dejado abundante información histórica: nacimientos y muertes en la familia imperial, el clima, borradores de cartas imperiales, curas herbales, registros de esclavos y operaciones de trueque de sal y oro. Invasores marroquíes depusieron al imperio Songhai en 1591 y los nuevos gobernantes fueron hostiles a la comunidad de estudiosos, a los que veían como disconformes. Enfrentados a la persecución, muchos huyeron, llevando muchos libros consigo. Las rutas marítimas de Africa occidental superaron luego en importancia al viejo comercio a través del desierto y el río, y la ciudad comenzó su largo declive. Cuando los primeros exploradores europeos se encontraron con la ciudad otrora famosa, les sorprendió su decadencia y decrepitud. René Caillié, un explorador francés que llegó aquí en 1828 dijo que era «una masa de casas de mal aspecto construidas con barro».

Caminando sobre la arena que todo lo invade, el viajero visita bibliotecas, mezquitas, casas de exploradores, museos, el pozo de Buctú… Tombuctú estuvo durante siglos vedada a los no musulmanes. El primer europeo que logró entrar en la ciudad fue el explorador escocés Alexander Gordon Laing, que salió de Trípoli en febrero de 1825 con la intención de estudiar la cuenca del río Níger. Llegó a Tombuctú en agosto de 1826 y fue obligado a marchar pocas semanas después, para terminar asesinado en el desierto. Poco después, en 1827, visitaría la ciudad el francés René Caillié, que llegó navegando por el Níger disfrazado de musulmán, y tuvo la suerte de volver para contarlo. Hoy, las casas que supuestamente habitaron estos y otros exploradores, cien veces reconstruidas, acogen pequeños museos privados. En la de René Caillié se encuentra uno de los más curiosos: un centro de reproducción de antiguos pergaminos, vitelas y manuscritos, que se venden a precios desorbitados. El más serializado es el que recita un antiguo proverbio de Mali: “El oro viene del sur, la sal del norte y el dinero del país del hombre blanco; pero los cuentos maravillosos y la palabra de Dios sólo se encuentran en Tombuctú”.

Frente a la mezquita Djingaraiber, me cito con el arquitecto francés contratado por la Fundación Aga Khan para la restauración integral del templo. Accede a consultar al imam Essayouti, cuya biblioteca he visitado, si me concede o no su permiso para entrar. El arquitecto-arqueólogo es incapaz de datar esta mezquita: «todos dicen que se construyó con el oro de Kankan Musa, pero desde luego no ésta mezquita, que no es sino una suma de ampliaciones, reconstrucciones… fíjate en esos arcos, son franceses, de finales del XIX; sabes, encontramos en una columna tapiada una hornacina que contenía una caja. Dentro estaban los documentos fundacionales. Se la entregamos al imam Essayouti, y muy severamente nos prohibió tocarlos, conminándonos a tapiarla de nuevo. Estuvo en nuestras manos la respuesta, y tuvimos que enterrarla. Como esa puerta de allá, que no nos permiten tocar bajo ningún concepto. La gente de por aquí es muy supersticiosa, y mezclan Islam y animismo con una facilidad pasmosa. Creen que si leemos esos documentos o movemos la puerta, la mezquita desaparecerá. Por los siglos de los siglos».

En mi última visita a Tombuctú, vi caer el día a lomo de camello mientras un nutrido grupo de mujeres tuareg, vestidas con soberbias telas índigo de brillos satinados, cantaban la llegada de las caravanas de sal, los míticos «azalaï» provenientes de las minas de Taoudenit. Me disponía a cenar cordero méchouï con verduras hervidas, cuando vi acercarse un vehículo procedente del aeropuerto: mi amigo Thiemoko Dembelé, maliense de nacimiento y madrileño de adopción, había enviado en el avión de Bamako una caja de botellas de vino francés para que las disfrutase bajo este cielo protector.

Esa noche la terminé en Le Caravansérail, un pequeño hotel con encanto que un matrimonio francés administraba en los límites de la ciudad. Me contaron que su hijo se obsesionó con construirlo, pero una vez finalizada la obra le entró el vértigo y se negó a vivir en Tombuctú, así que tuvieron que hacerse cargo ellos del negocio. El marido, de estética hippy trasnochada, atiende el bar, mientras su mujer me invita a recorrer el edificio. En el jardín, una orquesta interpreta blues maliense mientras me relajo con un gin-tonic que me sabe a gloria.

Solo en medio del Sáhara, rodeado de mujeres tuareg y brindando con vino de Burdeos. Y ahora, blues y gin-tonic. Un poco surrealista, ¿no?.

Imágenes: Silvia SEVILLA | flickr.com/photos/silviasevilla