POR LOS MARES DEL SUR: LOS ESTRECHOS DE MALACA

Artículo disponible en formado audio narrado por Mikel González

Hace años, tras una cena en la que estaban presentes Luis Antonio de Villena, Vicente Molina Foix y Antonio Gala, uno de ellos -no recuerdo cuál de los tres- me prestó un paraguas. Llovía torrencialmente sobre Madrid.

«Cuídamelo, es un paraguas con puño de Malaca».

Ni recuerdo al prestamista, ni recuerdo el paraguas, ni el dichoso mango de caña o madera. Pero es una de esas frases vitales, que nunca abandonarán mi memoria. Y, miren por dónde, estoy ahora mismo callejeando por Melaka, el mítico enclave que junto con Penang y Singapur aseguró el tránsito comercial en el Mar de Andamán, en la ruta de los Estrechos que llevan su nombre: los Estrechos de Malaca.

El árbol de Malaca (Emblica officinalis) es el mismo que los indios, en medicina ayurvédica, llaman Amla. De él surgieron el nombre del río y de la ciudad: Parameswara, primer sultán y fundador de Malaca, fue sacado de su sueño bajo una Emblica officinalis por dos ciervos-ratón que le condujeron al lugar exacto donde establecería los cimientos de su estado. Tanto el árbol como los simpáticos ciervos fueron incorporados al escudo de armas, y la península malaya terminaría tomando también el nombre de Malaca.

En el s.XVI, Malaca era sin duda el enclave comercial más importante de toda la región. Llegaban a él mercaderes de Arabia, China, Europa o la India para comerciar con sederías, especias, oro y porcelana. Tan importante era asegurar la supremacía sobre su puerto, que los portugueses, holandeses y británicos se disputaron su control hasta que la Federación Malaya se formó el 31 de Agosto de 1957.

Los lusos, abanderados por Alfonso de Alburquerque, conquistaron Malaca en 1511 y la sometieron como colonia a lo largo de 130 años. A´Famosa, la antigua puerta del bastión de Santiago, sigue en pie, y se conserva un enclave portugués donde se baila el branyo (a la vez que se recitan poemas), se come curry del diablo y se habla en cristang, el portugués arcaico. Algo más de 2.500 portugueses eurasiáticos viven en el enclave luso de Malaca, y como buenos católicos romanos celebran su Festa San Juang -el equinoccio, las hogueras…- y su Festa San Pedro, típica de pescadores. Por su parte, los holandeses llegarían en 1641 para gobernar estos lares por más de 154 años. Las imponentes defensas del fuerte, un Stadthuys (ayuntamiento), la iglesia calvinista de Cristo y las antiguas contadurías siguen en pie, al igual que un desolado cementerio holandés o las más recientes construcciones a la vera del puerto, que evocan los edificios hanseáticos. Por último, desde 1824 y hasta la consecución de la independencia, Malaca sería sometida como colonia por los británicos. Como en toda Malasia, los indígenas, viendo que cada nuevo conquistador plantaba en la colina más alta su estandarte, terminaron llamando al promontorio Bukit Bendera, «la colina de las banderas».

El viajero curioso se acercará hasta el muro que rodea la colina del Fuerte para observar tres lápidas. La primera es un escudo portugués con las armas de D. Manuel I, o quizás las del Infante de Sagres, Enrique el Navegante. La segunda es holandesa, de la Compañía Neerlandesa de las Indias Orientales. La tercera, una dedicatoria a la Reina Victoria en su Jubileo de Diamante. Un lapidario emocionante. Casi tanto como comprobar, subiendo hasta la que todas las guías llaman Iglesia de San Pablo, que se trata en realidad de la muy santa y portuguesa Nossa Senhora do Monte , construida en 1521 por el capitán Duarte Coelho, en cuya cripta reposó el cuerpo del narrico San Francisco Javier antes de ser llevado a la isla de Goa.

Malaca era entonces a Oriente lo que Venecia a Occidente: el puerto de todas las especias y de todas las mercaderías habidas y por haber. La segunda de las fortalezas portuguesas en Asia y la plataforma para las más lejanas aventuras en Oceanía y en el Pacífico. En todas sus estadías, sobre todo en la primera y segunda, tuvo el misionero jesuita tiempo suficiente para dedicarse a la evangelización de la colonia portuguesa, asentada por Albuquerque en 1511, de sus muchos esclavos y esclavas, y de los indígenas que querían bautizarse. Allí se preparó asimismo para su misión en Oceanía, en Japón y China. La Malaca de hoy, mayoritariamente musulmana, como toda Malasia, guarda algunos –pocos- lugares visibles que recuerdan la presencia del Padre santo, como todos lo llamaban entonces: en la cima del cerro, donde se asentaba la fortaleza portuguesa, quedan las paredes laterales de Nossa Senhora -convertida por los calvinistas holandeses en iglesia de San Pablo-, donde él celebró la misa, predicó, confesó y enseñó el catecismo; resiste la puerta A´Famosa, que daba paso a esa fortaleza, pero ya con el escudo de los conquistadores holandeses, que se hicieron con ella en 1641.

En todo el terreno cercano a la costa y ganado después al mar, se extiende hoy la ciudad nueva, que comienza a levantar sus grandes torres de hoteles, bancos y grandes empresas. En lo que fue el barrio portugués, luego holandés y después británico, alrededor del cerro y cercano entonces al mar, se encuentra la ciudad histórica, con el antiguo ayuntamiento holandés, el Stadthuys, la plaza ajardinada o la iglesia anglicana de Cristo, no lejos de la cual unos capuchinos franceses erigieron a mediados del siglo pasado la iglesia dedicada a St. Francis Xavier, con vidrieras interiores y estatua exterior del mismo. A la entrada de la vieja iglesia del cerro, precedida de un viejo faro del tiempo de los ingleses, y no lejos de una estatua de mármol del apóstol, una inscripción, en malayo y en inglés, nos dice que allí estuvo depositado el cuerpo del «célebre misionero católico Francisco Javier, de origen español».

Para ver de cerca la parte norte de la ciudad, en la que, en tiempos del santo, se agolpaba la población indígena de casi 30.000 habitantes, hay que dar un paseo en barco por el río. Una parte del poblado conserva el estilo de casas malayo, de dos pisos, sobre pilotes de madera o piedra, o a ras del suelo, y balcones en el segundo piso, pero cientos de viviendas, o tal vez miles, son casuchas miserables, como los bidonvilles, cabañas o bohíos de las ciudades más pobres. El río despide un hedor considerable. En él desaguan innumerables cloacas, cubiertas o sin cubrir, y vienen y van por sus aguas inmundas pequeños caimanes.

La verdad es que las pocas horas que estoy pasando en Malaca me están cundiendo mucho. He paseado por Jonker Street, en pleno barrio chino, con sus anticuarios, mausoleos y dos curiosísimas mezquitas tan eclécticas a nivel arquitectónico, que parecen de todo menos templos islámicos: Kampung Kling y Kampung Hulu. Curiosos, los devotos que sestean bajo sus atrios me preguntan si no me habré equivocado y estaré en realidad buscando los vecinos templos Cheng Hoon Teng (el más antiguo santuario chino en toda Malasia) o el hindú Sri Poyyatha Vinayagar Moorthi. Sonríen cuando les aseguro que no me he equivocado, y me enseñan sus estanques de abluciones, una auténtica curiosidad. A la salida, me asaetean con sus gritos los conductores de carricoches, ubícuos. No tengo el cuerpo para meterme dentro de un rickshaw cubierto de flores de plástico, como si fuera una carreta rociera, así que declino la invitación.

Muchas de las casas-patio de Chinatown son piezas de museo. La más bella, Baba-Nyonya, el nombre que en Malasia se da a los chino-malayos: barroca y recargada, es prueba fehaciente del inmenso poder económico que llegaron a atesorar los comerciantes de la China meridional que se instalaron en importantes enclaves comerciales como Singapur, Malaca, Penang o Hoi An, hoy en Vietnam. Realmente, los malayos forman el mayor grupo en cuanto a población se refiere. El Islam es no ya religión, sino forma de vida, incluyendo un sinnúmero de usos y costumbres o adat. El sistema social de los malayos en Malaca se basa en adat temenggong, con una fuerte connotación patriarcal que desde aquí irradió a toda Malasia. La comunidad china es la segunda más grande, y se dedica al comercio. Los aquí nacidos, a la vera de los Estrechos, son llamados Peranakan, y forman un único subgrupo que también es llamado Baba-Nyonya, descendientes de los chinos que llegaron a Malaca y se casaron con mujeres malayas. «Chinos en espíritu y malayos en forma», dicen por aquí: conservan muchas tradiciones chinas, pero el malayo es su lengua vernácula y visten al estilo malayo.

Los indios son también importantes en este saco racial en el que me encuentro. Los más curiosos son los Chittys, descendientes de poderosos comerciantes de la costa Coromandel, en el sur de la India. Llegaron a Malaca en el s.XV y se casaron con mujeres locales: una cultura única, donde lengua y vestido son malayos pero muchos usos son indios. Apenas si quedan unos 250 en Gajah Berang. Me cuenta todo esto un encantador y apuesto Khalid Chapri, que no es Chitty (es de Srinagar, en Cachemira) pero sabe todo sobre ellos. Tiene una preciosa tienda frente al templo hindú, y termino comprándole una alfombra de seda. La verdad es que el calor húmedo que aplasta Malaca al mediodía invita a relajarse dentro de su negocio, refrescado por un enorme aparato de aire acondicionado.

Ya no me queda mucho tiempo. He conocido a Charles Cham, un artista célebre en todo el país que regenta una galería de arte en Malaca y al que meses más tarde, de regreso a la ciudad, terminaré comprándole un cuadro de grandes dimensiones. En esta primera visita a su estudio, me conformo con una camiseta diseñada por él. Las venden en The Orangutan House, propiedad también de Charles. Es genial. Aunque también debo decir que me impresionó el trabajo de un artista chino sordomudo que pinta batik y camisetas a mano. Le he comprado dos. Su negocio es amplio, cercano al puerto, merece la pena visitarlo.

Y por cierto: ¡cómo se come en Malaca!

Imágenes: Silvia SEVILLA | flickr.com/photos/silviasevilla