LHASA: ESPIRITUALIDAD EN EL TECHO DEL MUNDO

Artículo disponible en formado audio narrado por Mikel González

Al aterrizar en el aeropuerto de Lhasa, la capital del Tíbet, es fácil que nos reciban con khadas blancas, el pañuelo ritual de bienvenida de los budistas del norte. Camino de la ciudad, se bordean las riberas del Brahmaputra, y el viajero puede detenerse frente a una inmensa representación de Buda tallada en la roca. O en el Norbulingka, el recinto de los palacios del séptimo, octavo y decimocuarto Dalai Lamas. Más emocionantes en lo político que en lo arquitectónico, de aquí huyó el actual Dalai en 1959, disfrazado de soldado.

Merece la pena iniciar una visita de Lhasa subiendo a las colinas del norte para alcanzar el mítico monasterio de Sera, erigido en 1419 y una de las tres grandes sedes capitalinas de la secta Gelukpa, o de “cabezas amarillas”. El budismo tibetano se divide en cuatro grandes escuelas: Kagyupa, Gelukpa, Nyingmapa y Sakyapa. Como todo gran monasterio budista tibetano, el de Sera es una ciudadela: potentes muros encierran calles, estupas, patios de celdas, templos, capillas y grandes escuelas. Y, por supuesto, una imprenta. Rodeados por una biblioteca de tabillas, fornidos monjes se afanan imprimiendo mantras y mandalas sobre finas láminas de papel de arroz y coloreadas piezas de algodón. Su simbología se centra en los diversos conflictos y tropiezos que el hombre debe afrontar en su búsqueda de la virtud.

Sera-je y Sera-me son dos de las grandes escuelas que se ocultan tras los muros de este monasterio-ciudadela. Sorprenden las ennegrecidas narices de niños y adolescentes que salen de su interior: han sido bendecidos en la capilla de la divinidad protectora con aceite y ceniza, amuleto contra todo mal. Monjes escribiendo con tinta dorada nombres de difuntos en pequeños retales de tela roja, que una vez quemados harán que el espíritu de los finados ascienda al cielo, convertido en humo. Otros, vendiendo dijes con la forma del vajra, el rayo tántrico. Hay que penetrar en la gran capilla de los budas pasado, presente y futuro –Amitabha, Sakyamuni y Maitreya- y los ocho bohdisattvas, aquellos que pudiendo haber alcanzado la iluminación no lo hicieron para enseñarnos cómo lograrlo. Impactante antesala para otro espacio más poderoso: la capilla del buda “cabeza de caballo”, divinidad tántrica de terrible aspecto, herencia de un pasado chamánico que conservó las formas pero dulcificó las virtudes de las imágenes. Devotos, fieles y practicantes se demoran en la khora, el giro ritual alrededor de la hornacina, dejando dinero a raudales en cualquier resquicio, en la más mínima grieta a los pies de ínfimas estatuillas o tremendas imágenes: en el lamaísmo, el desprecio por el dinero es patente.

La terraza del santuario regala soberbias vistas sobre la colina rocosa que cierra Lhasa al norte. Las piedras más rotundas se divinizan con pinturas rituales y ondulantes banderas de oración. A lo lejos, recortándose sobre el valle, trona el Potala. Camino del vehículo, no resisto la tentación de comprar grandes empanadillas de yak fritas a la perfección. Ajeno a mis negociaciones entre fogones, un lama de orgulloso porte y rasurada testa reparte con infinita paciencia óbolos y limosnas ecuánimes entre los dignos menesterosos que se acomodan al pie de los árboles, cerca de la entrada al monasterio.

Colina abajo, superamos hileras de peregrinos realizando el Lingkhor y el Tsekhor, las dos grandes vías de devotos practicantes que giran alrededor de las colinas sacras de la ciudad y del Palacio de Invierno. En su obsesión por borrar algún día toda traza de ellas, las autoridades chinas han trufado ambos recorridos de espantos posmodernos: la nueva plaza del Potala con sus fuentes cantarinas y farolas indescriptibles, o los “Yaks Dorados” (un regalo que China hizo al Tíbet en 1991 para celebrar la, entre comillas, “liberación del pueblo tibetano”). Tanto bronce áureo abruma. A las puertas de un mercado local, ancianas campesinas venden múltiples variedades de setas y unos bloques que parecen sal rosada de los Himalayas, pero son miel, que aquí conservan bajo musgo y tierra.

Si hay un roquedal sacro en pleno centro de Lhasa, esa es la colina de Chakpori, con su templo-cueva Palha Luphuk y su “Buda Azul”, tallado en una de las laderas del montículo. A sus pies se afanan los escultores de mani –ohm mani padme hum, “¡Salve a la joya del loto!”- que tallan en lajas de pizarra el archifamoso mantra. De aquí, rumbo a los tres chörten, las estupas que conectan la colina Chakpori con la roca que sostiene el Potala. La central, una copia, fue en tiempos la gran puerta de acceso a Lhasa. La Revolución Cultural terminó con la original. También desde aquí son impagables las vistas sobre el Potala. Y para reponer fuerzas, el convento de Ani Tsang Kung, en el corazón de la ciudad vieja. Toca compartir almuerzo con peregrinos y monjas. Gachas con grelos, rábanos rojos, sopa picante de yak, momos vegetarianos, té rancio con sal y mantequilla de yak… Las monjas hacen sahumerios con incienso de enebro, y el humo, espeso y aromático, amenaza con cubrir al viajero por completo. Resuenan mantras sincopados por cacofónicos instrumentos: címbalos, crótalos, platillos, tambor…

La distancia entre Ani Tsang Kung y el espectacular monasterio de Ramoche, atravesando un barrio de matarifes y farmacias tradicionales, no es grande. Hace años, visité Ramoche un día de difuntos. Una vez al año, todos sus monjes, vestidos con ricos ropajes, se adornan con pelucas trenzadas y coronas rituales doradas y se sientan frente al trono del gran lama. A sus pies, una pira de enebro consume prendas de difuntos: así, las almas no vagarán sin rumbo. Y por fin, el Potala, al que se accede por el Schöll, el antiguo poblado de edificios administrativos también arrasado durante la Revolución Cultural. Sobre nuestras cabezas, el Palacio Rojo, la residencia de los Dalais, y el Palacio Blanco, con sus espacios rituales.

Una fuerte rampa lleva hasta el portón principal de la fortaleza: acceder a la gran explanada del Potala supone doscientos escalones a la intemperie, y un centenar más bajo techo. El palacio corona el Monte Rojo: «Potala» es la adaptación fonética de «Putuo», en sánscrito «isla donde habita el bhodisattva de la Misericordia». Este imponente edificio comenzó a construirse en el siglo séptimo. En el diecisiete, el Quinto Dalai lo dignificó y el majestuoso complejo se convirtió en el centro político y religioso del Tíbet. Con sus 13 pisos y 110 metros de altura -todo piedra, madera, granito y hierro fundido- es la construcción antigua más elevada existente hoy en día en todo el territorio tibetano. En el Palacio Rojo se custodian varias estupas donde se conservan los restos de los Dalais. La más célebre, de 15 metros de altura, es la del quinto, cuyos restos se embalsamaron con ungüentos y aceite de cárcamo. El cuerpo de la pagoda está recubierto con 3.724 kilos de pan de oro y adornado con más de 15.000 diamantes, rubíes, esmeraldas, jadeítas, ágatas y otras piedras preciosas. En la reconstrucción y ampliación del palacio efectuada en el siglo diecisiete participaron destacados artistas y artesanos provenientes de distintas regiones del Tíbet. Todas las artes aplicadas que uno pueda imaginar: además de su incalculable valor, son una plasmación de los lazos que unieron a los tibetanos con los han y otras etnias chinas durante más de mil años, así como de los intercambios que mantuvieron con ellos.

En la parte central del palacio, en el lugar más alto de la Colina Roja, se sitúa la capilla Qujiezhupu, la gruta donde el rey Songtsen Gampo, primer monarca tibetano, se perfeccionaba en la Doctrina Budista, apenas introducida en su territorio. En su interior se conservan varias imágenes del propio monarca y de sus dos esposas, la china Wencheng y la nepalí Chizun. Una preciosa muestra del arte escultórico del siglo séptimo. Resumiendo, el Potala es una típica construcción palaciega de estilo lamaísta, “contaminada” por multitud de características arquitectónicas de la etnia han: son las huellas dejadas por la alianza matrimonial de tibetanos y han hace más de 1.300 años, y testigo único de la unión de dos naciones.

Una vez pregunté a un joven tibetano, acostumbrado a trabajar con extranjeros, por qué a los chinos les fascina tanto el Potala. La respuesta de Lha-Lha no me pilló por sorpresa: “es el oro; les da igual que sea más o menos antiguo, pero el Potala contiene tanto oro y piedras preciosas que ejerce un influjo hipnótico sobre los turistas chinos; con vosotros, los europeos, nos esforzamos por contar la historia de este lugar, las tradiciones que encierran sus muros… con grupos chinos, sólo hablamos de cuántos kilos de oro contienen”.

Una gran rampa en la fachada posterior del Potala permite deshacer con rapidez el desnivel entre la Colina Roja y el Tsekhor, la senda peregrina que rodea el palacio. Cientos de creyentes ataviados con trajes tradicionales agitan sus molinillos de oración, se precipitan al suelo en pías postraciones y empujan con sus manos los cilindros rituales que en algunos tramos han desaparecido, sustituidos por imágenes del Avalokiteshvara, el bodhisattva de la Compasión. Solo nos queda ya acercarnos hasta el Bakhor, el circuito de peregrinación alrededor del más venerable de los templos de Lhasa: el Jokhang. Los devotos, llegados desde lejos, permanecen aquí hasta dos meses, sin cesar en sus genuflexiones y postraciones. Las capillas del Jokhang son grandiosas, únicas. Mediando un óbolo, el viajero asistirá a la bendición de pequeñas estatuas rituales que los píos colocan a los pies del maravilloso Sakyamuni del templo, una de las piezas sacras budistas más importantes del mundo.

Desde la terraza del Jokhang se divisa toda Lhasa, y por supuesto el Potala. Pero aún nos espera el Bakhor, que recorre las calles más hermosas de la vieja capital. Peregrinos, tiendas, arquitectura tradicional… Se vende de todo: mantos para monjes, banderas de oración, paños de casadas, joyas. Pero lo más interesante sigue siendo deambular por un viario cargado de historia, rostros únicos y oficios ancestrales.

Imágenes: Silvia SEVILLA | flickr.com/photos/silviasevilla