DOLOR Y CREENCIAS EN LOS HIMALAYAS

Artículo disponible en formado video narrado por Mikel González

Vivimos tiempos extraños, en los que las palabras más repetidas, casi hasta la saciedad, son enfermedad y muerte. Y al igual que hace unos días reflexionaba sobre arte y pandemia, en esta ocasión quisiera hacerlo sobre dos conceptos tabú, enfermedad y muerte, pero desde una perspectiva diferente. Que no es otra que la forma en que tradiciones distintas a la judeo-cristiana se enfrentan a ellos.

Dos de las tres religiones semíticas de tradición abrahámica, el Judaísmo y el Cristianismo, coinciden en múltiples aspectos al abordar ambos temas, poniendo siempre el acento en la experiencia de Dios al buscar respuestas al sufrimiento humano. ¿Son el dolor, la enfermedad o la desgracia castigos divinos como expiación de una transgresión? Es decir, ¿sufrimos por haber pecado? Pero entonces, cómo explicar que los justos, sin pecado alguno, también sufran… Ahí, la tradición bíblica revela que dicho sufrimiento es probatorio, tiene sentido y valor, permite al doliente probar su fidelidad en Dios como experiencia de salvación. Para los judíos, su dolorosa experiencia histórica –un dolor injusto- tiene un valor redentor mesiánico para el resto de la humanidad. Para los cristianos, la fuente de salvación es la muerte injusta de Jesús en la cruz. El sufrimiento como valor redentor.

En cualquier caso, algunos teólogos judíos y cristianos han preferido no profundizar en el enigma que plantean dos conceptos aparentemente antagónicos como son el sufrimiento y Dios. Presentar a un Dios terrible es casi blasfemo. Releyendo hace unos días algunos pasajes de grandes filósofos y escritores de origen judío sobre la experiencia de Dios y la Shoah, el Holocausto, me topé con este dilema: hablar de Dios después de Auschwitz. “Escribir poesía después de Auschwitz es un acto de barbarie”, afirma el alemán Theodor Adorno. El premio Nobel de la Paz Elie Wiesel, escritor en lengua yiddish y francesa y superviviente de campos de concentración, sentencia: “Después de Auschwitz yo creo que ya no podemos hablar de Dios, solo podemos hablar a Dios…”. Y el húngaro y también Nobel Imre Kertész lo dejó escrito después de sobrevivir a Auschwitz y a Buchenwald: “Auschwitz suspendió la literatura. […] Después de Auschwitz estamos más solos”.

El mundo del sentido es el mundo de las religiones. Viktor Frankl, neurólogo, psiquiatra y filósofo austríaco fundador de la logoterapia y el análisis existencial, y que sobrevivió también al horror nazi, afirmaba que “el hombre no se destruye por sufrir, sino por sufrir sin motivo”.

Hinduismo (Benarés)

Conozco muy bien los Himalayas. He realizado multitud de expediciones por sus reinos prohibidos: Tíbet, Bhutan, Sikkim, Nepal, Ladakh… He recorrido sus valles: el de Cachemira, el de Nubra, todos los antiguos principados pakistanís. Y he visitado en infinidad de ocasiones Benarés. Tres grandes religiones se disputan geográficamente la fe de millones de habitantes de esta larga franja al norte del subcontinente indio: hinduismo, budismo e Islam. Quiero realizar ahora con todos vosotros un gran viaje visual por Benarés, Cachemira y Ladakh en busca de respuestas a cómo las creencias mayoritarias en cada uno de estos territorios integran existencialmente la enfermedad y la muerte. Y, de paso, explorar la arrebatadora belleza del valle del Ganges y el Techo del Mundo.

Cuenta una antigua leyenda hindú que Himalaya, dios de las cumbres eternas, concibió una hermosa hija a la que llamó Ganga. La casó con Vishnú, el dios conservador, que la cedió como consorte a Shiva, el destructor. Con el tiempo, terminó convirtiéndose en esposa de un monarca, el rey Shantanu. En su corte, la diosa Ganga dio nacimiento a los Vasus, los ocho dioses del día: viento, tierra, fuego, atmósfera, amanecer, aurora, luna y estrella polar. Todos sufrían una terrible condena que los obligaba renacer como mortales. Ganga, piadosa, aceptó parirlos con la promesa de asesinarlos apenas naciesen, y así lograr su inmortalidad. Cuando se disponía a sacrificar al último de los recién nacidos, Bhishma, apareció el rey Shantanu y evitó el infanticidio. Bhishma, convertido en hombre, terminaría siendo uno de los principales héroes de la gran epopeya mitológica hindú, el Mahabharata.

Para la mitología brahmánica, Ganga es el Ganges. En un principio, fue el dios Brahma, el creador del universo, quien dio vida a un gran río celestial, alimentándolo del sudor de uno de los pies de Vishnú. Y Shiva hizo descender las aguas del cielo hasta la tierra para liberar a las almas condenadas por los dioses. Sus aguas sagradas, que brotan del moño del dios, buscan también saciar la sed de las tierras de cultivo. Otra versión del mito nos habla de Sagara, un rey mortal que engendró 60.000 hijos y enfureció al dios Indra, señor del cielo visible, por el robo de un caballo. Enviada su prole al reino de Patala, en lo más profundo de la tierra, acusaron y golpearon erróneamente a un anciano, Kapila, que los fulminó con su terrible mirada, haciendo que ardiesen hasta consumirse. Ansuman, nieto del rey, logró el perdón de Kapila para las almas errantes de sus ancestros, con la condición de que las aguas del Ganges bajasen del cielo a la tierra.

Finalmente, Brahma, el dios creador, se apiadó de un monarca de la misma estirpe, y concedió que Ganga descendiese desde el mundo celestial al terrenal para purificar las cenizas de los 60.000 malogrados hijos de Sangara. Tal era la violencia con que Ganga se precipitó hacia la tierra, que el dios Shiva interpuso su divina cabeza para que la fuerza de las aguas no devastara el mundo conocido. En los ensortijados cabellos de Shiva, la diosa se dividió en siete ríos: el mítico Ganges y sus afluentes.

A 120 kilómetros al oeste de Benarés se encuentra la localidad de Allahabad. Allí, en la confluencia de tres ríos sagrados –el Ganges, el Yammuna y el Saraswati- se celebra cada 12 años la Maha Kumbh Mela, que reúne durante 55 días a unos cien millones de hindúes. No hay mayor celebración en el mundo: los peregrinos creen que bañarse en estas aguas los limpia sus pecados y los libera del ciclo de las reencarnaciones. La fiesta tiene su origen en la mitología hindú, que cuenta que algunas gotas del amrita, el néctar de la inmortalidad, cayeron en las cuatro ciudades que acogen la celebración: Allahabad, Nasik, Ujjain y Haridwar.

Benarés es una de las siete ciudades santas del hinduismo en el estado de Uttar Pradesh, a más de 700 kilómetros al este de Delhi. Millones de peregrinos acuden cada año a las aguas del Ganges a su paso por Benarés para purificarse en ellas. Vida y muerte se concilian de forma natural, con ritos funerarios diarios al pie de los ghats, las escalinatas que descienden a sus riberas. Cuando los primeros rayos de sol iluminan las escalinatas de mármol que llevan del río a los templos sagrados, la vida bulle en sus remansos. Hombres y mujeres se bañan y saludan al sol, se lavan y orean telas. Las escalinatas de Manikarnika, uno de los ghats donde se realizan las ceremonias de cremación, surgen del Ganges en el punto en que Shiva derramó en sus orillas una lágrima. Sobre el lugar se erigió un santuario hinduista, el Templo Dorado, que el emperador mogol Aurangazeb destruyó para construir sobre sus ruinas una mezquita.

El hinduismo es una familia de religiones, vinculadas entre sí y parte de una antiquísima tradición védica. Quienes acuden a Benarés, a purificarse en las aguas del Ganges, a cremar en sus orillas a sus muertos para luego arrojar al río sus cenizas, tienen en mente dos grandes ideas: samsara y karma.

Los Vedas, un gran corpus de antiguos textos religiosos compuestos en sánscrito, son considerados como revelaciones meditativas de antiguos sabios. En el Mahabharata, Brahma es quien crea los himnos védicos. En los Upanishads, los comentarios a los Vedas, hay que entender la realidad como un ciclo cósmico infinito de creación y destrucción. Y por ello, estamos sometidos al samsara, una rueda eterna de renacimientos. Como vivimos infinitas veces, el mero hecho de vivir implica dolor y muerte. La salvación aguarda en lograr escapar de esa rueda infernal. Quien lo consiga, fundirá aquello que permanece en todas las reencarnaciones, el centro de su ser, con el absoluto. Y así cesará el sufrimiento.

En la búsqueda de la salvación, en nuestra dolorosa existencia unos sufren más que otros. Y ahí entra el concepto de karma. Nuestros renacimientos están sujetos a una ley cíclica, eterna y mecánica, en la que el sufrimiento existencial es consecuencia de nuestras acciones anteriores. Causa y efecto.

Tras apurar tiempo en el mercado de verduras o en las calles laberínticas del casco antiguo, los peregrinos se arracimarán en las escalinatas del Dasaswamedh Ghat a las siete de la tarde para extasiarse con al Aarti, una ceremonia de purificación que combina danza, fuego y ofrenda. Cinco brahmines, símbolo de los elementos que dan forma al ser humano: agua, tierra, fuego, cielo y alma, darán gracias a la diosa Ganga y celebrarán el final de un nuevo día mirando hacia el río desde sus floreados altares, blandiendo incienso, fuego y lámparas de aceite en el sentido de las agujas del reloj.

Por todo ello, y por muy contaminadas que estén las aguas del Ganges a su paso por Benarés, para los hindúes bañarse en ellas, cremar en sus orillas a sus muertos y arrojar sus cenizas a la corriente romperá las cadenas del samsara, el ciclo de reencarnaciones. Y el dolor cesará.

El hinduismo es, para sus fieles, la más antigua del mundo. “Sanatana dharma”, o creencia eterna. En ese mundo de ideas, en esa cosmovisión –samsara y karma– surgió el budismo, seis siglos antes de nuestra era. En un pequeño reino de los Himalayas. Hoy, lugares como el Tíbet, Bhután, Sikkim, Nepal, el Pakistán nororiental o Ladakh protegen un tipo de budismo muy distinto al que se practica en Sri Lanka o el Sudeste Asiático, o en las distintas escuelas japonesas. Pero todas esas corrientes, por distintas que sean, tienen como referencia común un episodio fundamental en la vida del príncipe Siddharta Gautama, el Buda presente: su discurso en el parque de los ciervos de Sarnath, a apenas 10 kilómetros a las afueras de Benarés.

Budismo (Ladakh)

Para el budismo la experiencia del dolor es clave en su propuesta religiosa. Al despertar como Buda –para los budistas vivimos, a la manera de la cueva platónica, en un mundo de ideas, totalmente irreal- Siddharta Gautama puso en marcha la rueda del conocimiento –en sánscrito, dhammacakkappavattana– con su primer Sutra, su primer discurso. Buda, para explicar las llamadas Cuatro Nobles Verdades, la constatación de la angustia de naturaleza existencial, recurrió a un esquema médico.

Primero, debemos tomar conciencia de que estamos enfermos. Nuestra enfermedad se llama sufrimiento. El nacimiento es sufrimiento, la vejez es sufrimiento, la enfermedad es sufrimiento, la muerte es sufrimiento, asociarse con lo indeseable es sufrimiento, separarse de lo deseable es sufrimiento, no obtener lo deseado es sufrimiento. Pero ser conscientes de esto no basta: solo se podrá curar al enfermo si se detecta la causa de su enfermedad. Y ahí radica la segunda verdad: el deseo causa dolor. No porque no podamos conseguir lo que deseamos, sino porque nada de lo que anhelamos permanece. Todo es caduco, momentáneo, ilusorio. Y, al igual que en el hinduismo, permanecemos atrapados en una ronda infernal de muerte y renacimiento, de infinitas existencias: el samsara. La infelicidad eterna.

La Tercera Verdad afirma que es posible poner fin al sufrimiento y alcanzar la liberación definitiva: el Nirvana. Buda lo consiguió y puede señalar la senda de curación. Y la Cuarta Verdad es el método: el Noble Camino Óctuple. Sabiduría, conducta ética y meditación.

Visitando lamaserías en Ladakh, el “pequeño Tíbet”, comprendí que la gran propuesta del budismo es superar el sufrimiento desde la raíz. Pero lo verdaderamente interesante es que para ello no es necesario creer en un Dios creador. Alcanzar el Nirvana, la liberación que representa la beatífica y dulce sonrisa del Buda, puede conseguirse creyendo o no creyendo. El hinduismo, la religión con la que creció Siddharta, cree en cientos de millones de dioses. Y da igual creer en todos ellos, en uno o en ninguno. Los budistas piensan que es inútil discutir sobre el camino divino: basta con recorrerlo.

Islam (Cachemira)

Por último, qué mejor lugar que Cachemira, ese disputado rincón al pie de los Himalayas, para intentar explicar cómo la más moderna, la más cercana en el tiempo de las grandes religiones monoteístas, el Islam, sensibiliza a sus creyentes en el tema del sufrimiento. ¿Cómo es posible que Allah, el grande, el misericordioso, permita el sufrimiento?

La respuesta puede estar en la sahada, la profesión de fe en un único dios. “No hay más dios que Allah, y Mahoma es su profeta”. Para el Islam, Allah no es uno cuantitativamente, sino único cualitativamente. Quizás sería más correcto afirmar que solo Dios es Dios. Supremo, diferente, inigualable a todo lo creado. De ahí que sus creyentes sean musulmanes, literalmente “los que se someten” a su suprema voluntad. Y al someterse, se acepta sin fisuras el concepto de qadar, la predestinación. Dios omnipotente ha decretado el destino del mundo, de la historia y de cada ser humano. No ha creado el mundo para apartarse de él: lo “recrea” a cada instante, por lo que cada instante se fundamenta en Dios.

Y por ello, el sufrimiento también es voluntad de Dios. El musulmán, al someterse a la voluntad de Allah, también acata el dolor, la enfermedad y la muerte. Y aunque pudiera resultar fatalista, esta visión no entra en contradicción con la afirmación de libertad humana que afirma el Corán. Para el Islam, la predestinación no implica estar pidiendo continuas respuestas a lo inevitable. Dios es también nuestra única esperanza, y en su infinito Misterio radica la relatividad de lo que es inevitable en el libre albedrío humano: intentar evitar el mal y hacer el bien. Solo Dios es dios.

Imágenes: Camila CALLE | @mccalle3

Imágenes: Lina SÁNCHEZ