BRAHMA EN PUSHKAR Y UN SANTO SUFÍ EN AJMER

En ocasiones, improvisar sobre la marcha da buenos resultados, incluso cuando se trata de viajes organizados. Hoy tendríamos que haber deshecho sin más la distancia que media entre Jodhpur y Jaipur –casi 400 kilómetros- y sin embargo hemos terminando visitando dos importantes lugares fuera de programa: Pushkar y Ajmer.

La cordillera de los Arawalli es una columna vertebral que divide diagonalmente el Rajastán. Al oeste, el desierto del Thar. Al este, la planicie monzónica. Todos los pueblos que se lanzaron a la conquista del subcontinente indio se vieron obligados a utilizar el paso de Khiber y el territorio del Punjab, al noroeste, para evitar tener que cruzar el desierto y enfrentarse a las temibles cumbres de los Arawalli. Los arios, los persas, Alejandro Magno, los seléucidas, los partos, los turcómanos, los afganos, los mogoles… Así fue conquistada Indrapura, la antigua Delhi, y por extensión todo el norte de la India.

Entre Pushkar y Ajmer se halla uno de los pasos más importantes de la cordillera. Quien lo controlaba se aseguraba el dominio sobre el Rajastán. Por esta razón, Ajmer estuvo siempre en el punto de mira de los conquistadores, que disputaron a los Rajputs el señorío sobre la antigua plaza fuerte, la llave del desfiladero de caravanas. Cabalgaduras y mercaderías de la ruta de la seda y las especias utilizaron este milenario camino, y aún quedan reminiscencias del mismo, como la mítica Feria de Pushkar.

Durante gran parte del año, Pushkar es una ciudad pequeña, rodeada de picos coronados por santuarios de peregrinación. Es la única ciudad de la India que cuenta con un templo dedicado a Brahma, el dios creador. En una de las titánicas luchas entre dioses y demonios del panteón hindú, Brahma golpeó a un ser de las tinieblas con su arma, la flor de loto, de la que tres pétalos se desgajaron cayendo sobre tres puntos distintos: uno de ellos, Pushkar, transformándose en ese momento en lago. A orillas del mismo, Brahma decidió en hora propicia realizar un rito sacrificial. Llegado el momento, faltaba Sarasvati, su esposa divina (la energía creadora del dios, shakti), sin la cual el sagrado acto no podía ser perfeccionado. Brahma, ofuscado, tomó por esposa a orillas del lago de Pushkar a una pastora, culminó el rito y provocó la furia de Sarasvati, que lo maldijo: “por haberme traicionado con una mortal, los hombres te odiarán; nadie erigirá templos con tu nombre, y tu imagen no será venerada”.

El templo brahmánico de Pushkar es pequeño, pero inmensamente popular. Violentamente pintado de un chillón naranja, reúne a los pies del sancta sanctorum   a cientos de fieles que se aprestan a depositar flores en las manos de solícitos y severos brahmanes, en la esperanza de que alguna termine en el regazo de la imagen. Hierático, el dios muestra sus cuatro cabezas, los cuatro Vedas arios, mirando a los cuatro puntos cardinales. Cuentan que le brotaron espontáneamente, obsesionado con seguir con su mirada hasta la mínima de las evoluciones de la hermosa Sarasvati, la diosa del conocimiento y las bellas artes. Hastiada, emprendió el vuelo celestial, y Brahma generó una quinta cabeza que Shiva le rebanaría de un certero golpe de su temible chakra, la rueda dentada, tras la disputa entre el dios creador y el destructor-regenerador sobre la infinitud del falo shivaico, el lingam . Brahma, que aseguraba haber encontrado el lugar donde terminaba el fálico axis mundi (frente a un impotente Vishnú, que en las entrañas de la tierra fue incapaz de encontrar su inicio) fue acusado de mentiroso por Shiva, quien además de cortarle como castigo la quinta cabeza le condenó a ser despreciado por los hombres, razón adicional por la cual no existen templos brahmánicos en la India, salvo el de Pushkar. Desde la terraza del santuario las vistas sobre el caserío, el paisaje, el lago sagrado y las sikhara de los templos son espectaculares.

Al pie de la marmórea escalera que desciende del templo de Brahma arranca la calle principal de Pushkar. Miles de tiendas que satisfarán las ansias consumistas de los viajeros que lleguen a este recóndito punto en el desierto del Thar a finales del mes de Noviembre, cuando se celebra la Feria de Pushkar, la mayor de la India. Originalmente centrada en el comercio de camellos y dromedarios, es últimamente más ecléctica, etnográficamente apasionante, colorista y pintoresca. Fuera de temporada, la ciudad es apacible, y apenas hay peregrinos haciendo sus abluciones a estas horas del mediodía en los ghats del lago sacro. Tres falsos brahmanes encandilan a varios de nuestros compañeros de viaje y todos descalzos avanzan hacia el borde del lago, realizando ritos de purificación con tikka roja, flores y agua sacra. Y la propina final, que no falte.

Apenas quince kilómetros separan Pushkar de Ajmer, el desierto de la planicie, la aridez y desolación del frondoso verdor de la India monzónica. Basta superar los Arawalli por el mítico desfiladero que conduce a la Ajmer mogólica, donde a finales del s.XII llegaron las huestes del afgano Muhammad de Ghor, acompañado de cientos de zelotes, ulemas, imames y santones. Uno de ellos, Main ud-Din Chisti, había peregrinado a la Meca, y en pleno hadj le había sido encomendada la islamización del norte de la India. En 1192 fundó una comunidad sufí, la secta Chisti, en Ajmer, y a su muerte sería venerada como un santo. Hacia su tumba siguen peregrinando hoy en día musulmanes de toda Asia: dicen que siete peregrinajes a Ajmer, al pir del santón, equivalen a un hadj a la Meca. Todos los sultanes mogoles cumplieron con el rito, embelleciendo con una maqbara (mausoleo) y dos masjid (mezquitas) el santuario. Desde el hotel Mansingh Palace, en cuyo césped descansamos unos instantes, tomamos destartaladas calesas tiradas por trotones camino de la Puerta de Delhi, una fantástica estructura militar que marca los límites entre la Pushkar hindú y la medina islámica. Tras recorrer la calle Dargah Bazar, repleta de puestos de ofrendas –rosas rojas y crisantemos blancos en cestas de bambú, chadors y estandartes islámicos verdes…- llegamos a la monumental puerta del mausoleo, con su arco polilobulado y sus torrecillas esquineras. Descalzos y con la cabeza cubierta, penetramos en el recinto sagrado acompañados por uno de los custodios de la dargah (tumba). Adquiero una cesta de flores y un chador, esperamos unos minutos sentados frente a un grupo de músicos místicos qawwal, y el guardián nos dice que tenemos que esperar una hora mientras limpian la tumba. Como quiera que no cesan de entrar peregrinos, decido levantar a todo el grupo y forzar la entrada al mausoleo. Me cuesta ponerme severo el conseguirlo, pero la masa de peregrinos es tan grande en un recinto tan pequeño que apenas si podemos acercarnos a los sufís que recogerán nuestra donación de flores, bendecirán el chador y terminarán haciéndonos humillar la cabeza frente a la reja de plata que rodea la tumba. Dicen que Chisti concede deseos, por lo que religión, misticismo y superstición se funden en este santuario, el lugar de peregrinación islámica más importante de todo el país.

Tras visitar la mezquita del Shah Jahan –mármol blanco, como en su divino Taj Mahal- y la de su antepasado el sultán Akbar, nos encaramamos a las ciclópeas ollas donde los fieles lanzan arroz y dinero. Cuando llegue el Urs, el festival del santo, los cocineros de la dargah se afanarán en hervir arroz dulce que los peregrinos pelearán por comprar para distribuírselo de forma gratuita a los menesterosos. Desde el cielo de Allah, el santo sonríe.

Los bazares de Ajmer son lo más parecido que en la India pueda haber a una medina islámica. Cubiertos al estilo souq (zoco), umbrosos y atestados de gente y mercaderías, conducen al viajero hacia una de las más antiguas mezquitas mogolas del norte del subcontinente. Cuando Muhammad de Ghor llegó a la ciudad, se propuso arrasar en el mínimo tiempo posible cuantos templos hinduistas y jainistas pudiese para erigir en su lugar mezquitas y aljamas. Dicen que tardó dos días y medio, por lo que la más espectacular de sus mezquitas (finales del s.XII) lleva ese nombre: la de los Dos Días y Medio. Se conservó la planta hipóstila, bóvedas y columnas de un maravilloso templo jainista, y se añadió a la estructura una maqsura, una magnífica fachada de estilo turcómano, persa y afgano. La fantasía decorativa en piedra arenisca no tiene parangón en la arquitectura islámica mogol: cenefas, arquillos, pinjantes, muqarna, iwan y pistaq (alfiz) cohabitan en alucinante espacio con columnas octogonales, pilastras historiadas, ménsulas de trompa de elefante y capiteles cuádruples. En el patio de abluciones, arruinado, legiones de cabras devoran las malas hierbas.

A apenas tres horas de camino se encuentra la bella Jaipur, la “ciudad rosa” del Rajasthán. El último sol del año cae sobre la cordillera de los Arawalli mientras atravesamos una zona industrial dedicada al mármol. A la carrera abandonamos el autobús para cruzar la carretera, jugándonos el tipo, para despedir al dios Surya y, quién sabe, una jornada de Brahma, de esas que dicen duran miles de millones de años. Vishnú se prepara para reposar sobre la naga (serpiente) vespertina, y nosotros, llegados de noche a Jaipur, hacemos un alto en el Birla Mandir para asistir a la ceremonia vishnuíta del Aarti. Los Birla, una riquísima familia de industriales indios, devotísimos de Vishnú, han poblado el país de ostentosos templos de blanco mármol a mayor gloria del dios. A las ocho en punto, un brahmán de altivo porte descorre teatralmente dos grandes cortinas rojas… y no damos crédito. A los sones del ohm, el sonido primigenio, y del tañido de las campanas que producen ese acorde perfecto, el Aarti (comunión) de fuego se celebra frente a dos gigantescas fallas de Vishnú y Lakhsmi, tocadas con tremendas coronas y enjoyadas hasta los tobillos. El dios sujeta con sus cuatro brazos la chakra para defenderse de sus enemigos, la caracola que anuncia su victoria, el cetro que afirma su poder… A modo de hisopo, el brahmán nos rocía con agua bendita antes de que cada fiel se acerque a comulgar con el fuego purificador y realice la deambulatio observando paneles de mármol que representan los nueve avatares (reencarnaciones divinas) de Vishnú.

Son las nueve y cuarto de la última noche del año cuando tenemos ya en las manos las llaves de nuestros cuartos del hotel Le Meridien Jaipur. Nos hemos citado a las diez y media para cenar, tomar las uvas y brindar por el nuevo año.

Fuera, millones de indios se muestran indiferentes ante nuestro afán occidental por despedir el año siguiendo el calendario gregoriano. Ellos acaban de celebrar hace apenas un mes el Divali , la Fiesta de las Luces, cuyas fechas varían año tras año al calcularse con respecto a los ciclos lunares.