DE DELHI A UDAIPUR, LA CIUDAD DE LOS HIJOS DEL SOL

Quiero hablarles de Rajeev Mahajan. Es un guía oficial indio, un tipo muy especial. Originario de Dharamsala (la “pequeña Tíbet”) en Himachal Pradesh, practica un castellano impecable y un registro de vocabulario amplísimo que utiliza para trufar un discurso ameno y coherente. Visitar con él los despejados bulevares de la ciudad-jardín de Nueva Delhi, con sus elegantes bungalows (corrupción fonética de “bengalíes”), resulta atractivo: magníficos edificios con los que los británicos corrompían a los maharajás rajastanís, sede hoy de prósperas empresas o propiedad de acaudaladas familias; el gigantesco Delhi Golf Club, con una lista de espera de décadas; la Puerta de la India; los edificios gubernamentales…

…y los árboles.

Porque si algo hay que reconocerle a Sir Edward Lutyens, el arquitecto británico que imaginó una nueva capital colonia entre 1911 y 1931 (dejándola inconclusa), fue su pasión por inundar Nueva Delhi no ya con remedos de la arquitectura victoriana pasados por el eclecticismo local, de lo hindú a lo mogol, sino también con maravillosas especies arbóreas traídas desde todos los rincones del país. La frondosa Ficus religiosa , la “higuera sagrada” o “higuera de las pagodas” bajo la cual tuvo su iluminación Buda; la Azadirachta indica , el popular “árbol del neem” cuyas hojas tienen propiedades antisépticas tan eficaces que muchas pastas dentífricas las incorporan en sus fórmulas; gigantescos banianos ( Ficus bengalensis o “higuera índica”) y, cómo no, inmensos campos de césped rematados por audaces buganvillas.

Toca desayunar muy temprano, y abandonar pronto el hotel. El portero, un elegantísimo y espigado sij de riguroso negro en turbante y punjabi , a buen seguro nos cautivará con su amplia sonrisa. Una densa niebla, mezcla de contaminación y neblinas, tiñe de misteriosa aureola las estampas que se suceden tras los ventanales del vehículo: un cuerpo de élite de la policía, vistosamente ataviado, que parece entrenarse en el arte del desfile; perezosos rickshaws que comienzan poco a poco a invadirlo todo; el palacio del Nizam de Hyderabad, el del rajá de Jaipur… y la Tumba de Humayun, que merece la pena visitar completamente solos. Algo, debo decirles, sorprendente en una ciudad donde moran 16 millones de almas.

Se trata de la primera tumba-jardín del subcontinente indio, una joya de la arquitectura mogol del s.XVI. El fundador del imperio Mogol, Babur (1483-1530) era un descendiente directo de Tamerlán, por parte paterna, y de Gengis Khan, por parte materna. El padre de Babur murió cuando él tenía sólo 12 años, lo que le convirtió en el soberano de un pequeño reino, situado en un valle al este de Samarcanda: el mítico valle de Fergana. Babur soñó con restablecer el imperio de su antepasado Tamerlán. Después del fracaso de varias campañas para conquistar la gran ciudad amurallada de Samarcanda, Babur, con trescientos seguidores pobremente equipados, partió para Kabul. El soberano local huyó y en 1504 Babur tomó Kabul y sus alrededores. Babur trató de expandir su reino e inició una serie de expediciones para invadir India. En 1526, desafió al Sultán de Delhi, el gobernante más poderoso de la India. Babur, con 10.000 guerreros, se enfrentó a un ejército de 100.000, fortalecido con 100 elefantes. Su apabullante victoria allanó el camino para su conquista de la India central.

En una carta a su hijo mayor (Humayun), Babur le daba los siguientes consejos sobre la forma de gobernar: “No dejes de aprovechar al máximo cualquier oportunidad que se presente. La indolencia y el lujo no convienen a la realeza. La conquista no tolera la inacción; el mundo es de aquel que más se apresura. Cuando uno es el señor, uno puede descansar de todo –excepto de ser el rey”. Babur es tal vez más conocido como escritor y poeta. Sus memorias fueron traducidas al inglés al principio del siglo XIX. El renombrado escritor Francis Robinson escribió: “¡Qué felicidad haber conocido a Babur! Tenía todo lo que uno busca en un amigo. Su energía y ambición estaban matizadas por la sensibilidad; podía actuar, observar y recordar”.

Babur y Humayun fallecieron de forma accidental, cada uno si cabe de forma más tontamente accidental. El primero en Agra, al precipitarse al vació desde un palomar, y el segundo al caer por una empinada escalera en Delhi. ¡Ellos, las Sombras de Dios sobre la Tierra, muertos así! Babur odiaba la India y a los indios, y respetando sus últimas voluntades sus restos fueron trasladados a su amada Kabul, a la bellísima tumba-jardín de Bagh-e Babur, actualmente en territorio afgano. A Humayun su viuda, Hamida Banu Begur, ordenó a dos arquitectos de la también afgana Herat (en el tórrido desierto de Karakum) erigir un fabuloso edificio, el primero de su tipología en la India y modelo para el Taj Mahal. Su planta central, un octógono bagdadí, se eleva en airoso plinto hacia una doble cúpula, el gran invento timúrida. Bajo la qubb, el cenotafio, ya que los despojos del Sultán de los Creyentes reposan bajo tierra, envueltos en humilde mortaja. Alrededor, multitud de cenotafios femeninos (“de pizarra”) y masculinos (“de plumier”). Y estancias para peregrinos, tekkas sufís… Aunque lo más emblemático sigue siendo el jardín que rodea el complejo, de estilo persa Chahr Bagh: una fuente central (la fuente de la vida) de la que manan cuatro ríos (de leche, miel, aceite y vino) que dibujan a su vez cuatro islas-jardín. ¿Les suena de algo? Es el Pairi Daza de los persas, el Paradeisos de los griegos, el Paraíso de San Agustín, El Jardín de las Delicias de El Bosco… La tumba ocupa el centro, el lugar que correspondería a la fuente de la vida. La Fundación Aga Khan restauró el conjunto en 2003, y es delicioso recorrer el complejo de Humayun y los múltiples conjuntos anexos al mismo, anteriores o posteriores al segundo sultán mogol (s.XVI, Humayun y su hijo Akbar fueron coetáneos de Felipe II).

Se tarda poco en deshacer el camino que separa la maqbara de Humayun del Museo Nacional, el mejor museo arqueológico de todo el país. Además de recorrer las salas de la planta baja (colección permanente: arte de las culturas del Indo: Harappa y Monhejo-Daro; galerías maurya, shunga y shatavahana; arte kushana; arte gupta; edad media y bronces chola), se exponen temporalmente las inenarrables joyas del Nizam de Hyderabad. Lean lo que escribía en 1996 en El País el malogrado Carlos Mendo:

“Una serie de joyas únicas en su género, pertenecientes a la colección del que fuera en su tiempo el hombre más rico del mundo, el legendario y fabuloso nizam de Hyderabad, fueron puestas a subasta ayer en Nueva Delhi y, en principio, hubo sólo dos licitadores en la puja: el magnate griego Stavros Niarchos y un industrial árabe. Estos han suspendido, de momento, su decisión de pujar hasta que el Gobierno indio no tome una postura sobre la disputa existente acerca de la posibilidad de exportar este tesoro.Las joyas, entre las que se encuentran un juego de veintidós esmeraldas con un peso de 414 carates, y una caja, también incrustada de esmeraldas, que perteneció al zar Nicolás II de Rusia, fueron subastadas bajo los auspicios del Tribunal Supremo de India con la finalidad de allegar fondos para mantener a los cientos de parientes y herederos del último nizam de Hyderabad. El que fuera conocido como el hombre más rico del mundo murió arruinado en 1966, como consecuencia de los impuestos con que el nuevo Estado hindú gravó sus propiedades a raíz de la independencia.

Aunque a la hora de enviar esta información no se conoce todavía la cantidad conseguida en la subasta, parece que los herederos del nizam esperan conseguir una cantidad cercana a los treinta millones de libras esterlinas (unos 4.500 millones de pesetas). Sólo dos personas pudieron permitirse el lujo de pagar la exorbitante fianza de once millones de libras señalada por las autoridades hindúes para poder concurrir a la subasta: el magnate de la industria naviera Stavros Niarchos y el industrial del emirato de Dubai Abdul Wahal al Adhari, de quien se dice que actúa en nombre de uno de los jeques petrolíferos del golfo. De la calidad de las joyas puede dar una idea el juicio de un experto de la famosa casa Rosenthal, de París: «He visto piedras preciosas durante los últimos cincuenta años, pero nunca he visto esmeraldas de tal calidad. Simplemente, no parecen de este mundo», declaró el experto.

La fortuna del nizam era incalculable. Se decía que los subterráneos de sus palacios eran como las cuevas de Aladino, llenos de cofres con joyas y lingotes de oro. El valor de sus joyas, entre las que se encontraba un diamante de 180 carates del tamaño de una castaña, se estimaba en cuatrocientos millones de libras. Nacido en 1886, el nizam sucedió a su padre en el título. Una de sus extravagancias favoritas era la compra de coches Rolls-Royce, que pedía por docenas, hasta reunir una flota de más de cien unidades, todas ellas con la matrícula Kothi 123, el nombre de su palacio favorito. Con una fama de mujeriego incurable, el nizam mantenía, de acuerdo con la ley musulmana, cuatro mujeres y un extenso harén. Cuando murió, a los ochenta años, el número de hijos reconocidos ascendía a treinta. La partición de India, en 1947, significó el comienzo del fin del poderío del nizam, que no pudo hacer frente a los impuestos del nuevo Estado hindú y murió arruinado, en 1966.”

El diamante al que se refiere Carlos Mendo tiene en realidad 184,5 quilates y se llama Jacob. Es el sexto mayor conocido en todo el mundo, y el nizam lo utilizaba… como pisapapeles. Jamás he visto una colección de joyas como ésta: ni en Topkapi, ni en el Kremlin.

Sobrevolando la cordillera de los Arawalli, que divide el Rajastán en dos zonas climáticas bien diferenciadas (el desierto del Thar y la fértil planicie donde se asienta, entre otras, Udaipur), nos vamos aproximado a la ciudad de “los Hijos del Sol”, una de las más grandes de la antigua Tierra de Rajputs. Aunque se acerca el ocaso, aún tenemos tiempo de visitar los Chatris, el lugar de cremación de los maharanás de Udaipur, la mítica familia Singh. Oscurece sobre decenas de estilizados cenotafios donde las estelas memoriales se encargan de recordar al visitante cuántas mujeres y concubinas se arrojaron “voluntariamente” a la pira del rajá muerto, entre cánticos shivaicos y el sedante efecto del láudano.

Apenas nos separan ya unos kilómetros del Grand Laxmi Vilas Palace, uno de los palacios del actual maharaná alquilados a grandes cadenas hoteleras. Decadente y lujoso, sobrevuela el lago artificial Fateh Sagar, con vistas entre otros sobre ese delicado nido de águilas que es el Palacio de los Monzones. Tras la cena (estupenda cerveza Kingfisher, delicado chutney de mango y bravío “mango pickled” extendido sobre chapati recién horneada), un marionetista nos deleita unos segundos con las evoluciones de sus muñecos, y en coche nos desplazamos hasta la Clock Tower, en pleno centro de la ciudad vieja.

Camino del Templo Jagdish, construido a mayor gloria del vaquero divino, Vishnú –hay que visitarlo en el momento de las ofrendas a la imagen sagrada- nos encontramos con un cortejo fúnebre musulmán: cientos de creyentes, el gesto adusto y la mirada severa, escudriñan el interior de nuestro vehículo detenido al paso de las parihuelas que sostienen al difunto. Rara noche: hace apenas unas horas que Benazir Bhutto ha sido asesinada en su natal Rawalpindi, y nos topamos con esta escena, que se nos antoja cargada de fuerza simbólica en un día como el de hoy, estando en el país en el que estamos, y con la que probablemente hubiese sido en apenas dos semanas próxima presidenta de Pakistán, el musulmán archienemigo de la India, muerta a tiros. Afortunadamente para nosotros, los temores se disipan con la visión del Lago Pichola y sobre él las islas del Taj Lake Palace (el Jag Niwas) y el Jag Mandir. Desde los viejos havelis que forman el Museo de Udaipur las perspectivas son de un romanticismo exótico, orientalista, olvidado.