JODHPUR, LA CIUDAD AZUL DEL RAJASTÁN

Son las ocho de la tarde del 30 de diciembre. Acabamos de presenciar una fascinante ceremonia sij, y a uno de nuestros compañeros de viaje le han robado las deportivas. Se lo toma con filosofía, todo sea dicho, y bastante pudor: un sij punjabi le ofrece sus sandalias, lo que termina por ruborizarle. Solo faltaba eso.

Pero me estoy adelantando a los acontecimientos de este día en Jodhpur, que han sido muchos. Les cuento, y verán como al final llegamos a las dichosas zapatillas deportivas.

Las primeras luces del día nos han llevado hasta el Fuerte Mehrangarh, la fortaleza de los rajás de Jodhpur, del mítico clan de los Rathore. Esta ciudad está enteramente construida con una arenisca roja que se endurece al contacto con el aire, y maravillan los jali (celosías) con que se adornan los jharokha (balconcillos cubiertos), sus tejadillos de bengala y los chadya (aleros). Todo para mantener el purdah, el pundonor de las casadas cuyo rostro y cuerpo sólo puede ver el esposo. Los jali del Fuerte Mehrangar se cuentan entre los más bellos de toda la India. Tanta delicadeza y maestría en el trabajo de encaje de estas celosías y balconadas en saledizo contrasta con las dimensiones ciclópeas del fuerte: Rudyard Kipling lo llamó «obra de gigantes». Las vistas sobre la ciudad azul son apabullantes: cuentan que los brahmanes tomaron como costumbre enjalbegar con añil sus casas, y hoy son legión los seguidores de esta costumbre. El resultado es encantador: miles de fachadas azuladas salpican el caserío. Por lo demás, el interior del fuerte es predecible, destacando una buena colección de castilletes de plata (sillas de montar elefantes), palanquines, cunas-columpio, armas y un par de diosas Gangaur de plata vestidas y enjoyadas al estilo rajastaní. Una más de las manifestaciones de la Parvati, la esposa de Shiva, la diosa Gangaur protege a las recién casadas (proporcionando larga vida al marido) y las casaderas (otorgándoles el mejor esposo posible). Cuando llega su festival las mujeres ayunan, debiendo pedir permiso al final del día a sus esposos o padres para siquiera beber un vaso de agua, tocándoles el pie y llevándose a la frente los dedos. Al bajar la rampa del fuerte se observan, a ambos lados de una de las puertas, las simbólicas manos de las mujeres que practicaron el sati, la inmolación en la pira fúnebre de los rajás muertos.

A no demasiada distancia de Mehrangarh se divisan los cenotafios de los últimos marajás de Jodhpur. En el lugar donde fueron cremados se encuentran los memoriales de Jaswant Thada (el del marajá Jaswant Singh II, erigido en 1899 por su hijo, y multitud de chhatri (quioscos con forma de parasol) que honran el recuerdo de varios príncipes del siglo XX. El principal es una estructura imponente, todo un templo de albas columnas y amplias terrazas. También desde aquí las vistas sobre la ciudad y el fuerte son impactantes, sin olvidar la aplastante silueta del Umaid Bhawan, el palacio-hotel-museo donde todavía hoy reside la familia del marajá de Jodhpur.

Para llegar a la Torre del Reloj, epicentro colonial del bazar Sardar, hay que tomar rickshaws, esos pequeños carricoches que por millones surcan las calles de las ciudades asiáticas. Es toda una experiencia, porque los conductores de rickshaw son expertos en provocar infartos de miocardio. El bazar, que los británicos sanearon en la década de los 30 del pasado siglo, sigue conservando todo el embrujo de los grandes mercados de las rutas de la seda y las especias. Una explosión de colores, olores, formas, rostros y sensaciones: el patio de los granos, con montañas de arroces bhasmati , mijo, maíz y trigo; los especieros, reyes de la pimienta en el país de la pimienta; los intocables, que ocupan el barrio de los curtidores. Inolvidable.

Unos minutos de descanso en el magnífico Taj Hari Mahal, y salimos en jeeps 4×4 camino de la región donde viven los Bishnoi. Son pocos -apenas hay 35.000 en todo el país- pero sus costumbres son curiosas: fundamentalistas de la ecología, creen que los árboles son reencarnaciones y castigan la caza furtiva en sus tierras con la muerte del infractor. En el jati de una familia Bishnoi presenciamos la ceremonia del opio, en la que se mezcla agua con pasta de adormidera y melaza para dársela a beber al huésped de la mano del anfitrión. Varios nos lanzamos a probar este agua opiácea, supuesto energizante, antes de regresar a Jodhpur y, de nuevo en rickshaw, pasear por el centro al atardecer. Camino de la Torre del Reloj pasamos por la Estación de Ferrocarril, donde un festivo grupo de sijs se arracima frente a un carro engalanado mientras suena una fanfarria. Nuestro chófer, por su aspecto de punjabi, debe ser sij, y al corroborármelo me cuenta que se celebra una importante fiesta-procesión camino del templo principal de la ciudad. Así que abreviamos el paseíto por el entorno del bazar Sardar (animadísimo de noche) para poner rumbo al santuario sij.

La religión sij fue fundada en la India por el Gurú Nanak (1469 – 1539 d.C.) y difundida a través de las enseñanzas de diez Gurús (1469 – 1708). El décimo Maestro, el Gurú Gobind Singh, puso fin al sistema personal y proclamó al Gurú Granth Sahib, la Escritura Sagrada de los sijs, como el eterno Gurú para siempre. Este libro fue escrito y compilado por los mismos Gurús y por tal razón es auténtico. No narra la vida del Gurú Nanak, sino que se dedica única y exclusivamente a la gloria del Dios Omnipotente. El Gurú Granth Sahib es una nave que conduce de forma segura al devoto por el océano del materialismo, llevando así al alma humana a su destino final: la Beatitud Absoluta. El Gurú Nanak predicó el sijismo como una religión estrictamente monoteísta que requiere la creencia en nada excepto un Único Dios Supremo.

El sijismo rechaza todo ayuno, todo rito y todo ritual. Rechaza los reclamos del yoga, la mortificación del cuerpo, la auto-tortura, la penitencia y la renuncia de la vida terrenal. Existe un Único Dios que debe ser glorificado. El sijismo reconoce la existencia de la misma luz celestial en cada ser humano, rico o pobre, independientemente de la casta alta o baja, el credo, el color, la raza, el sexo, la religión o la nacionalidad. Por lo tanto, las puertas de un templo sij, llamado gurdwara, están abiertas a todos y a todas en este mundo – sin ningún prejuicio o discriminación social. Un sij vive constantemente con angustia ante Dios. Aquí angustia no significa precisamente sentir miedo o el apartarse instintivamente de los peligros cotidianos. Se trata de sentir uno un temblor en el alma bajo pena de cometer una falta en palabra, hecho o pensamiento contra la Voluntad de Dios. Es una angustia ante Dios producida por el amor y la necesidad de honrarlo. Por ello, el Gurú Nanak decretó tres principios para la conducta diaria: Naam Japo (invocar constantemente el nombre de Dios), Kirat Karo (ganarse el sustento de forma honrada) y Vand Chhako (compartir el fruto del trabajo). Además, la base de la religión sij está en el vivir de forma honesta, en evitar el adulterio, en no fumar ni consumir drogas, y en no disfrutar de la calumnia.

Haciendo gala a la universalidad del gurdwara, la comunidad sij de Jodhpur acaba de acogernos con todos los honeres. Descalzos y con la cabeza cubierta hemos accedido a la sala de oración donde se rinde culto al libro sacro, custodiado y honrado por engalanados ancianos presentando armas en forma de afilados sables. Al finalizar la Sangat, la Asamblea de los Sagrados donde los fieles adoran a Dios, tomamos una dulce pasta hecha de ghee (mantequilla clarificada), trigo y azúcar. Y aquí viene lo bueno: uno no puede marcharse de un templo sij sin participar en la Pangat, la Asamblea de la Langar, la cocina gratuita del Gurú. Iniciada por el primer Gurú, las reglas de la Langar requieren que todos se sienten a comer lado a lado en la misma fila y participen de la misma comida sin practicar ningún tipo de discriminación basada en la clase alta o baja, el ser rico o pobre, príncipe o campesino. La Asamblea de la Langar, o la Pangat, se transforma así en un principio de igualdad en la práctica. Fue el mandato del tercer Gurú que ninguna persona tendría una audiencia con él a menos que primero hubiera comido en la Langar. Hasta el Emperador de la India, Akbar, tuvo que sentarse con la gente común y convivir con ellos antes de que pudiera ver al Gurú. Y claro, no íbamos a escaparnos nosotros. Así que aquí nos ven, a las siete y media de la tarde, conducidos a una pequeña sala donde nos acomodamos en el suelo como podemos, y en platos y cuencos hechos con hojas secas de árbol comemos arroz azafranado, berenjenas guisadas y dhal , las ubicuas lentejas indias, con un delicioso pan  chapati recién horneado. Varios sij de altivo porte, magníficos turbantes (los sij jamás se cortan el pelo si son muy píos, o se los dejan bien largo si lo son menos) y estupendas barbas nos observan, nos agasajan y se preocupan porque no dejemos nada en el plato. Creo, sinceramente, que esta es una de esas experiencias que hacen grande un viaje.

Cuando vamos a calzarnos… las zapatillas de nuestro compañero de viaje no aparecen por ningún sitio. «-¿Y cómo son? -Unas Nike blancas, con rayas azules. -¿Pero las dejaste fuera o dentro del templo? -Fuera, pero han traído todo el calzado del grupo dentro. -¿Y ahora qué hacemos? -Pues nada, vámonos.» Y los sij ofreciéndole quitarse las sandalias para que no se moje: para más inri, acaban de regar toda la calle, que está completamente encharcada. El chófer que se había quedado al cargo del calzado quiere pagárselo, pero le digo que no se preocupe. A alguien que gana lo que gana un conductor de rickshaw en cualquier ciudad de la India uno no puede decirle lo que nos cobran a los occidentales por unas zapatillas Nike. No lo entendería. Afortunadamente, dos minutos después de abandonar el templo sij avistamos una zapatería, y nuestro amigo luce ya unas deportivas nuevas más que dignas.

Algún muchacho debe estar caminando a estas horas calzando unas gastadas Nike blancas con rayas azules. Muchos, viéndose en una de éstas, desearían que le saliese un callo. Creo que nuestro amigo piensa: «Que le duren muchos años».