JAIPUR, LA CIUDAD ROSA DEL RAJASTÁN

Alborea, y nos espera el Fuerte Amber, la joya del Rajastán, a cuyas terrazas subiremos a lomos de engalanados elefantes. Es imprescindible madrugar porque el número de ascensiones que pueden realizar los animales es limitadísimo, y en Jaipur siempre hay hordas de turistas en esta época del año. El fuerte, el orgullo de los rajás de Jaipur, es una imponente estructura escalonada, adherida a una abrupta colina que jalonan y crestean bastiones, lienzos de muralla, fortines, barbacanas y corachas. Hay quien declina la posibilidad de ascender en elefante, por lo que alquilo un par de jeeps 4×4 que atravesando el pueblo de Amber tardan apenas diez minutos en llegar a la entrada principal. Allí esperamos la llegada de los animales, todas elefantas –más dóciles que los fieros machos, sobre todo en época de celo, en que son peligrosísimos- pintadas con motivos rangoli para atraer la mirada curiosa y sensual de la diosa de la belleza, la esposa y energía conservadora de Vishnú, la inmortal Lakhsmi. Poco a poco van entrando por el formidable portón de arco apuntado los paquidermos, balanceando su carga –dos viajeros por animal- dócilmente. Sus domesticadores los controlan con movimientos pélvicos y con los pies, mientras les muestran por el rabillo del ojo amenazantes garfios que no dudarán en usar si el elefante se encabrita.

El Fuerte Amber es quizás uno de los más hermosos de todo el Rajastán. Interiormente desnudo, ofrece formidables vistas sobre el seco lago que representa la elísea laguna del Pairi Daza, el paraíso persa, con sus jardines de ocho terrazas, su fuente de la vida y sus cuatro benéficos ríos. El harén (zenana) y la corte masculina (mardana) se festonean con delicados jali (celosías) de mármol blanco, un auténtico prodigio del arte escultórico en la arquitectura decorativa rajput. Rajeev, nuestro guía, diserta sobre el sexo tántrico para intentar explicar cómo enseñaban los gurús a los rajás a controlar sus pasiones para poder satisfacer a todas las mujeres del harén, lo que provoca reflexiones variopintas, amén de algunas sonrisas picaronas a pesar de la seriedad del tema. Abandonamos el fuerte a pie, camino del vehículo, que nos llevará en apenas unos instantes hacia el corazón de la ciudad de Jaipur, vía el Jal Mahal, el pabellón flotante en el que el marajá se divertía junto a sus invitados con el tiro al pato, con ánades soltadas a veces por millares en una jornada.

Sobre el Palacio de la Ciudad, residencia todavía hoy de los rajás de Jaipur, ondea una bandera y cuarto. Siendo niño, un jovencísimo príncipe heredero del trono de Jaipur osó retar con su imaginación al mismísimo sultán mogol, quien sorprendido por la gallardía del mozalbete, lejos de ordenar su ejecución le espetó que era más valiente que muchos hombres. «Concretamente, ¡eres un hombre y cuarto!». Desde entonces, el marajá de Jaipur enarbola una bandera a la que se le añade unas cuatro veces más pequeña sobre el mástil. Una bandera… y cuarto. Todo en el City Palace es ensoñación orientalista, desde los sublimes patios bordeados por soberbios edificios hasta la Galería de Arte (miniaturas, alfombras, frescos…), pasando por el Museo Textil donde se exhiben voluptuosas muselinas, delicadas pashminas y sedas estampadas. Muy cerca, el Observatorio Astronómico recuerda, con su profusión de enormes instrumentos de medición del tiempo, las preocupaciones ilustradas de los rajás del s.XVIII: inspirado en los grandes gnomon de Samarkanda (el observatorio de Ulugh Beg), es uno de los espacios científicos más sorprendentes de Oriente. En Delhi, por cierto, hay otro igual de estupendo.

Un agradable paseo nos conduce hasta la placita intramuros donde los comerciantes de grano venden todo tipo de semillas para que los supersticiosos alimenten a los pájaros. Saciar a las aves aleja el mal agüero y asegura que los astros nos sean propicios. Tras adquirir una bandeja bien repleta de mijo, trigo, arroz o cebada, el creyente se dispone a lanzar generosos puñados sobre los cientos de grajas, palomas, urraquillas y gorriones que no pueden con la cantidad de comida que se les viene encima. Superada la puerta principal de palacio, el estruendoso bullicio, la cacofonía contaminada de Jaipur nos empujan, mientras nos hastían los vendedores de baratijas, hasta el legendario Hawa Mahal, el Palacio de los Vientos. Una fantasía hecha celosías: ver si ser visto, observar a toda costa el purdah.

Y al caer la tarde, recorreremos la ciudad en rickshaws a pedales, tragando más CO2 del que jamás hubiésemos imaginado. Subiremos hasta lo alto de algún que otro edificio para disfrutar con vistas panópticas de la ciudad. Los tejados de Jaipur, por cierto, están infestados de ratas. Y pasearemos por uno de los muchos bazares de la ciudad, como el de telas y tejidos.

A apenas unos metros, una banda de metal impecablemente uniformada destroza una partitura frente a un templito dedicado a Ganesha. Al goloso dios elefantino le deben estar dando en este preciso instante los siete males.