EN TREN, CAMINO DE ORCHHA Y KHAJURAHO

Es temprano por la mañana, y en el mastodóntico e impersonal hotel donde nos alojamos en Agra hace un frío de muerte. Apenas terminamos nuestro desayuno, reconocemos el equipaje y salimos rumbo a la estación de ferrocarril. A estas horas, la actividad es ya frenética en sus inmediaciones: bulle de humanidad. Unos cuántos mozos descargan las maletas del vehículo, mientras esperamos pacientemente a que nos den la señal de que podemos dirigirnos a los atestados andenes.

El Shatabdi Express llega hoy algo retrasado. Decenas de vendedores de fortuna nos asedian con juegos tibetanos, candados –fundamentales para cerrar bien el equipaje, ya que los hurtos son frecuentes en los trenes indios- y los sempiternos bangles, las pulseras indias que las turistas se afanan en comprar. A apenas unos metros, otro mundo: los desheredados ocupan las vías muertas, creando lumpen-comunidades ferroviarias difícilmente perceptibles desde los pseudoasépticos andenes. Más tarde, cuando el tren avance camino de Gwalior y Jhansi, iremos superando apeaderos donde los que nada tienen han intentado construir algo parecido a un hogar. Hay algo duro en observar esta espantosa realidad desde la relativa comodidad de un vagón, tomando un masala chai. El viajero del siglo XXI cree que todo lo que se percibe a través de un cristal son imágenes virtuales, tan habituados estamos a asomarnos a lo real usando lentes, pantallas o visores. Desgraciadamente, como sucede con los valleinclanescos espejos del callejón de Álvarez Gato, se trata de vidrios deformantes. Nada es lo que parece.

En apenas dos horas y media deshacemos el camino que media entre Agra y Jhansi, paisajes que alternan lo desértico con los cultivos. Pequeños santuarios salpican los campos, protegidos por altivas fortalezas de quién sabe qué gran señor rajput. Arribamos a Jhansi en medio de un totum revolutum de maletas, paquetes, bultos, turbantes, dhotis, punjabis y saris. A toda prisa intentamos abordar nuestro autobús: se cuentan por decenas los harapientos que, conocedores de los flujos turísticos –el Shatabdi Express vomita, día tras día, viajeros en Jhansi, como en un ciclo de infernales reencarnaciones- esperan pacientes la llegada del tren y se reparten al extranjero. Durante largos minutos, asistimos al espectáculo de una tremenda corte de los milagros que necesariamente ablandará corazón de primer mundo, pero desde la atalaya del autobús turístico, fortaleza inexpugnable. Perfectamente alineados, los vehículos comienzan a llenarse de turistas mientras niños llorosos y madres suplicantes (ni un solo varón adulto) se arraciman bajo las ventanillas, desde las que comienzan a volar caramelos, bolígrafos… Si el autobús arranca rodeado de niños, puede que alguno acabe bajo una rueda. Hay algo perverso en lavarse la conciencia lanzando chucherías a una masa humana que extiende manos implorantes (yo siempre he pensado que encima de pobres, les provocamos caries), o al menos a mí me lo parece. Personalmente, siempre he preferido intentar arrancar una sonrisa a estos niños, o divertir siquiera durante unos segundos a sus jovencísimas y paupérrimas madres. En Jhansi, mientras llovían los caramelos, yo jugaba con unos cuántos pequeños que se partían de risa con las monerías de un blanco barbudo.

Pronto llegamos a Orchha, fundada en el siglo XVI por la dinastía Rajput de los Bundelas. Rudra Pratap escogió este lugar a orillas del río Betwa para convertirlo en la capital de un estado que controló un enorme territorio. El rajá Bir Sibgh Ju Deo fue su más notable mandatario y quien construyó el magnífico palacio Jahangir Mahal. El viajero no suele detenerse mucho tiempo en Orchha, y sin embargo es un lugar donde hay que recrearse. No ya solo por la abundancia de monumentos bundela que la embellecen, sino porque hay algo amable, plácido y tranquilo en las gentes de Orchha, una sencillez espiritual que en el masificado Rajastán es difícil encontrar. Esta es una ciudad vishnuíta, bajo el signo del avatar Rama, por lo que las escenas del Ramayana adornan todos los palacios, templos y cenotafios. Desde bóvedas, galerías y zócalos se nos cuenta la historia de Rama y Sita, respectivas encarnaciones de Vishnú y su esposa Lakhsmi. El Ramayana es un libro épico, filosófico y devocional escrito originalmente por Valmiki, aunque posteriormente aparecieron otras versiones, entre ella la de Tulsidas. Forma parte de los Smriti hindúes (textos no revelados directamente por Dios, sino transmitidos por la tradición). El nombre proviene del idioma sánscrito: “marcha” o viaje (Ajana) de Rama. Es una de las más grandes obras épicas en sánscrito de la India Antigua. Está compuesto por 24.000 versos divididos en siete volúmenes. Se presume que sus orígenes se remontan al s.III a.C. El texto que cuenta la historia del rey Rama -una encarnación de Vishnú- y su esposa Sita, tuvo una importante influencia en la poesía sánscrita, principalmente a través del establecimiento de la métrica Sloka. Sin embargo, como su primo épico, el Mahabharata, el Ramayana no es solo una historia ordinaria. Contiene las enseñanzas de antiguos sabios hindúes y los presenta en una narrativa alegórica que incluye la exposición de lo filosófico y lo devocional. Los personajes de Rama, Sita, Lakshmana, Bharata o Hanuman son fundamentales en la conciencia cultural de la India. Representan el camino de perfección del ser humano, en que Rama y Sita, encarnaciones de la divinidad, aparecen como seres humanos para establecer modelos de conducta viviendo en la tierra. Implicados en todas responsabilidades que demanda la vida, manteniendo su dignidad, integridad moral, espíritu de servicio y devoción a los ideales más altos.

Caminar por Orchha es una auténtica delicia. A las imponentes muestras de arte y arquitectura se añaden escenas de un vívido color local. Aquí, una muchacha vende sencillos esgrafiados sobre papel y pintura arcillosa. Más allá, una ordenada placita, sombreada por un soberbio templo bundela, acoge un dignísimo mercado donde se comercia con montañas de tikka , el polvo de colores con el que se estampan aquí las batistas de algodón utilizando sencillos tampones de madera tallada. Me afano en negociar los rickshaws necesarios para subir hasta el gran templo de Lakhsmi. Comoquiera que escasean los vehículos, nos amontonamos, jugándonos el tipo, para llegar hasta la cima de la colina donde se yergue el santuario. A su alucinante estructura, de impactante torre central y asoportalados patios, se unen soberbios ciclos pictóricos basados en el Ramayana y en la danza rasa, con el impetuoso y azulón Krishna multiplicándose para satisfacer a las gopis, las gentiles vaqueras, bailando con todas a la vez. Y qué vistas: desde las terrazas del templo se domina la capital de los Bundela, erizada de torres, chattris y pináculos.

Terminamos visitando los cenotafios de la dinastía, de proporciones descomunales. Muy cerca, el Orchha Resort ofrece un pequeño jardín en el que brindamos con vino surafricano mientras devoramos unos deliciosos Club Sandwich vegetarianos. En contraluz, los chattris bundela se recortan como en una estampa de claroscuros mientras ponemos rumbo a Khajuraho.