EL VALLE DE KATMANDÚ: VIAJE A UN REINO SIN REY

Amanece cuando mi avión aterriza en el valle de Katmandú. El nivel de humedad aumenta la sensación de sofoco. Por doquier asoman anuncios de cerveza Everest. Mientras pienso en la que beberé en el almuerzo, pongo rumbo a Pashupatinath.

Se trata de uno de los cuatro lugares religiosos más importantes de toda Asia para los devotos de Shiva. Dedicado a la forma destructiva del dios, es el destino más santo del peregrinaje hindú en Nepal. Construido en el siglo V, es sobrecogedor: una pagoda dorada, cuatro puertas de plata, sublimes tallas de madera… y todo ello, inaccesible para los no hindúes. Cuentan que el Bagmati, el río que baña Pashupatinath, surge de las entrañas del monte Kailash, la mítica morada de Shiva y la Parvati, y alimenta como afluente el Ganges. Estamos en una impresionante factoría de muerte: hospicios de moribundos, plataformas de cremación, mercaderes de madera y paja, plañideras… Al igual que en Benarés, quien muere en Pashupatinath evita la rueda infernal del samsara: la reencarnación. Por doquier abundan los saddhus, fotogénicos santones que por unas cuantas rupias se dejan retratar encantados, acomodados bajo los porches de las múltiples capillas que cobijan lingams y yonis, el falo de Shiva y el útero de la Parvati.

Cerca se encuentra Bodhnath, la mayor estupa lamaísta y nido de refugiados tibetanos. Almuerzo en Le Café du Temple, con vistas sobre la mole, mientras arrecia el monzón. Disfruto con una Everest bien fría, protegido por los benéficos ojos de Buda, vigilantes desde la harmika de la estupa. Y me acerco a uno de los muchos monasterios tibetanos que rodean la plaza. Reunidos en asamblea, unos monjes despliegan sutras plagadas de mantras, que recitan en cacofónica salmodia. Suenan las trompetas, los címbalos, los crótalos y el tambor. Al salir, doy un giro -siempre un número impar, y en el sentido de las agujas del reloj- alrededor de la estupa, rodeado por fieles que agitan molinos de oración, practicantes realizando postraciones… Llaman mi atención varias banderas tibetanas que unos monjes despliegan, mientras reparten pasquines contra la ocupación China. Una manifestación en toda regla. Aprovecho el tumulto para escabullirme hacia otra lamasería que, por su elaborada arquitectura y terrazas, semeja un teatro cargado de palcos. La manifestación crece y resulta casi imposible no ser absorbido por ella.

El centro monumental de Katmandú está dominado por la plaza Durbar. Custodia el palacete que habita la Kumari, la diosa-niña viviente. Exquisitamente labrado en madera, el juego de arquillos, ventanales y balconadas del patio de la Kumari es celosamente vigilado por un brahmán. Del interior surgen el moño, el rostro maquillado y el torso de una niña vestida de rojo. El tercer ojo adorna su frente. Es la diosa-virgen, la protectora de Nepal. El brahmán, ojo avizor, escudriña desde su atalaya las propinas que arrojan los devotos.

Las kumaris, seleccionadas entre niñas impúberes, poseen 36 virtudes que las hacen perfectas. Son reverenciadas por hindúes y budistas al proteger frente a los demonios. Pero su condición divina lleva aparejados una alimentación a base de comida ritual pura, su reclusión en un templo y la prohibición de cualquier forma de contacto. Hasta hace poco, no podían ir al colegio ni disfrutar de una infancia normal. Decaen con la primera menstruación, y son sustituidas. Una vez al año, al final del monzón, salen en procesión adornadas como colibríes para repartir sus bendiciones. Las pequeñas diosas ocupan tres puestos en este prodigioso valle de los Himalayas donde el avatar, la encarnación de un dios en la cultura hindú, rige los destinos de las antiguas ciudades-estado de Katmandú, Lalitpur y Bhaktapur.

Desde el patio de la Kumari, solo unos pasos nos separan de Hanuman Dhoka, el imponente complejo del antiguo palacio real. Flanqueado por tres magníficas torres-puerta, una por cada reino histórico del valle de Katmandú, se abre a sucesivas plazas donde se multiplican las pagodas, los templos, las capillas y humilladeros frente a los que se postran los fieles, ofreciendo azafrán, tika, arroz, flores, mantequilla clarificada… El poderoso y terrible Bhairava, la fuerza negativa de Shiva, destructora del mal, gobierna la plaza. Cerca, una estatua de Hanumán, el rey de los monos, se oculta a los ojos de las mujeres. Freak Street, la mítica calle de los hippies de los sesenta y setenta, no queda demasiado lejos.

La ruta hacia Bhaktapur atraviesa un par de apacibles pueblos rodeados de arrozales en bancal. Una vez en la antigua Bhadgaon, toca subir la empinada cuesta que nos separa de una de las plazas más bellas de Asia. Un dédalo de callejones de arquitectura tradicional newarí desemboca en el apabullante cuadrángulo que preside la gran pagoda Nyatapola. Aquí convergen varios estilos de arquitectura palaciega, el templo de Shiva y el de la Parvati, con su imponente estanque ritual rodeado de serpientes-naga.

Cerca se ubica el barrio de los alfareros. En su templo, una familia celebra los 14 días de la muerte de uno de sus miembros, y llevan donaciones, la cama del finado, su ropa… todo lo que perteneció al difunto. Mientras, los ceramistas elaboran cuencos, huchas y cantarillos en tornos atávicos, con un barro negro como el carbón. Un paseo por la vieja Bhaktapur, repleto de arquitectura newarí en madera, desvela la alambicada ventana-celosía del pavo real, los maravillosos patios del Museo de Bronces y el de Arte en Madera, y el templo de Vishnú, con un gigantesco ave Garuda como vehículo cósmico.

Pero Bhakhtapur esconde también una sorpresa: la casa-modelo de Rabindra Puri, gran premio de la UNESCO por sus brillantes teorías sobre restauración y recuperación del patrimonio arquitectónico. Su sobrino enseña esta vivienda única, repleta de detalles constructivos y piezas de colección: coturnos, candados antiguos, pipas de agua…

La gran estupa de Swayanbunath se ubica a escasos kilómetros de Katmandú. Se llega a su base superando incontables monasterios. Así como Bodhnath es una especie de Tíbet en miniatura, Swayanbunath hierve con budistas nepalíes. Se asciende la colina en curvas imposibles, que regalan magníficas vistas sobre el valle de Katmandú. Quedan atrás pequeñas estupas, ínfimas capillas, tiendas de artículos religiosos y una deliciosa placita llena de relicarios. Recortándose sobre el horizonte, inmensa, la gigantesca estupa. Cuelgan de su espira infinitas banderas de oración, y asoma a su vera un recoleto monasterio con tremendas imágenes. El calor en su capilla de lámparas de aceite es sofocante. Muy cerca, se precipitan montaña abajo una serie de escaleras procesionales, que los muy píos deshacen de madrugada, henchidos de fervor religioso. Seguirán luego los giros alrededor de la base de la estupa, las oraciones y las ofrendas en sus múltiples capillas adosadas.

Al gutural son de grandes trompetas lamaístas, pongo rumbo hacia la antigua Lalitpur: la mítica Patán. Hoy es lunes, día shivaico por excelencia, ideal para visitar el Templo Dorado y el de Shiva: las mujeres se visten de rojo, con sus mejores galas. La mayoría, con su traje de boda. Y ofrecen al dios arroz, plátanos y tika bendecidos por un brahmán que unge sus frentes con arroz hervido teñido de rojo. Ajenos a la espiritualidad de estas escenas, un grupo de ruidosos niños se baña en una piscina ritual a las puertas del templo, mientras varias cabras de temible porte dormitan a la sombra de las capillas. Donadas vivas, serán alimentadas por los brahmanes y morirán sacrificadas en el santuario.

También en Patán, la bella Lalitpur, hay una plaza Durbar, o “del palacio”, y un Café du Temple. Y también aquí sorprenden las vistas, inabarcables, sobre las pagodas, templos y palacios del valle. Recorro los magníficos edificios sagrados de la plaza pero el calor arrecia. Conviene regresar a Katmandú, siguiendo la umbrosa calle de los artesanos del bronce, con sus ampulosas contadurías repletas de imágenes de budas, santos e infinitas divinidades.

Imágenes: Silvia SEVILLA | flickr.com/photos/silviasevilla