CAPE TOWN: COLONIALISMO, «TOWNSHIPS» Y DOS OCÉANOS

Artículo disponible en formado audio narrado por Mikel González

Ciudad del Cabo es el perfecto ejemplo de que Sudáfrica es un país desarrollado en un continente tercermundista. El viajero pensará: “esto no es África”. La mentalidad occidental es reduccionista: África como sinónimo de miseria absoluta, sin paliativos. África como crisol de etnias y explosión de colores. África que ríe y se contorsiona con cantos tribales. Con razón afirmaba Richard Kapuczinsky, en su obra Ébano, que África no existe.

Fueron los portugueses quienes avistaron el Cabo por vez primera. Corría 1485 cuando un hábil marino luso, Bartolomeu Dias, logró llevar una nave con los colores de Juan II de Portugal hasta los confines más al sur del mundo conocido. Una ruta épica: Lisboa, Cabo Verde, Angola y Namibia. Y finalmente, la fachada atlántica surafricana. Fue una gesta épica. Una epopeya agotadora. Con una tripulación diezmada por la disentería y el escorbuto, tras un mes retenido mar adentro por una formidable tormenta, engañado por una “bahía falsa”, Bartolomeu Dias logró doblar el que llamó Cabo de las Tormentas, la punta más suroccidental del continente africano. Todavía tuvo el coraje de navegar casi 400 kilómetros más de costa, hasta Cabo Agulhas, el punto más meridional de África. De regreso a Lisboa, el monarca se disgustó por el nombre que había decidido dar al terrible cabo donde confluyen las aguas del Atlántico y el Índico. Y así es como Juan II lo rebautizó como de Buena Esperanza.

Pocos saben que la corona lusa no buscaba hallar una ruta marítima hacia las Indias. Portugal ansiaba alcanzar el reino del mítico Preste Juan, un religioso que habría formado un fabuloso imperio de riquezas inauditas. Apenas una década después, en 1497, Vasco de Gama zarpó rumbo al Cabo, asistido por Dias como guía. El descubridor del Cabo murió en el intento, y Vasco de Gama lo dobló, consiguiendo abrir la que con el paso de los siglos sería causa de la desaparición de las rutas caravaneras de la seda y las especias: la vía marítima que comunicaba Europa con el Lejano Oriente.

En el centro de Ciudad del Cabo se encuentran los Jardines de la Compañía. Supuso el primer asentamiento europeo en estas tierras, bien entrado ya el siglo XVI, por voluntad de la todopoderosa Compañía Holandesa de las Indias Orientales. Se trataba de mantener una colonia que cultivase las frutas, verduras y legumbres que alimentarían tripulaciones diezmadas y enfermas, necesitadas de agua y alimento frescos. Por ello, se eligió granjeros –“boers”, en holandés- dispuestos a enfrentarse al reto de crear un pequeño edén en los confines del mundo conocido. Eran fervientes luteranos, acérrimos observantes de los mandatos de la Biblia. Se les prohibió esclavizar a los indígenas locales, los hotentotes Khoisan, y hubo que proporcionarles bantús traídos desde el interior de África por esclavistas swahilis de la costa oriental. Pronto el idioma de estos primeros colonos, el holandés, se vería trufado con vocablos malayos e indonesios, generando una lengua que hasta hoy se habla en todo el cono sur: el Afrikaans.

Uno de los laterales del jardín se abre a la sinagoga y museo del Holocausto, a la residencia oficial de los Primeros Ministros, al Parlamento de Sudáfrica, y a la Casa de los Esclavos, reconvertida en centro cultural. Otro, al Museo de Sudáfrica, un bello edificio colonial británico.

Temprano en la mañana, Table Mountain suele despejarse, ofreciendo un espectáculo magnífico. ¿Qué debieron pensar los primeros navegantes que avistaron estas montañas? Pongo rumbo a la carretera del Atlántico, dejando a mi izquierda la inmensa masa pétrea de los Doce Apóstoles. Es difícil evitar la sensación de estar recorriendo la accidentada costa de Noruega. Supero Llandudno y la Bahía Arenosa, donde se encuentran las piedras esféricas más grandes de todo el sur africano. Pronto alcanzo Hout Bay. Muchos angoleños y mozambiqueños, acostumbrados a la mar, han formado aquí su hogar, y trabajan en la industria pesquera local. A los hotentotes nunca les gustó el agua, y aún hoy es raro encontrar Khoisan en las flotas de bajura.

Más al sur supero Kommetje y Scarborough. Bello nombre para un enclave frente al océano, salpicado de encantadoras casitas unifamiliares. Unos kilómetros más adelante, el checkpoint del Parque Nacional del Cabo de Buena Esperanza. Cómo no evocar aquí las gestas de los descubridores portugueses, enfrentados a la furia de dos océanos. Un amigo, que dobló el Cabo en velero, me contó que no es difícil saber cuándo has abandonado el Atlántico y la corriente de Benguela: la corriente de Mozambique y las aguas del Índico vienen acompañadas de un viento caliente y húmedo, bien distinto a los gélidos vendavales atlánticos. Como en la leyenda del Holandés Errante, cuyo capitán vendió su alma al diablo a cambio de doblar el infernal cabo. No lo logró, y el castigo a su osadía fue vagar por los Siete Mares por los siglos de los siglos. Wagner convirtió el mito en ópera otorgando un final expiatorio al fantasmagórico navegante, gracias al sacrificio de una mujer. Pero aún hay quienes cuentan, con despavorido gesto, cómo en una de esas noches de olas tan grandes como las puertas del Infierno, han visto el espectral navío. Capitaneado por un marino de risa enloquecida, al mando de una tripulación aterrorizada.

De regreso, resulta interesante recorrer los primeros valles que poblaron los hugonotes, expulsados de Francia por orden de Luis XIV. O pasear por Simon´s Town, donde la más importante base naval de la Armada de Sudáfrica convive con un centro histórico colonial victoriano muy bien conservado. Siguiendo la vía de ferrocarril que une Simon´s Town con Ciudad del Cabo, se pasa por pueblos tan atmosféricos como Fish Hoek o Kalk Bay.

Grand Parade es la explanada que se abre a los pies del Castillo de Buena Esperanza, a la vera del antiguo Ayuntamiento británico. Desde sus balcones, tras haber sido liberado por el gobierno de De Klerk, un eufórico Nelson Mandela pronunció uno de sus discursos más inspirados, llamando a la calma de forma encendidamente pacifista.

Al sur de Strand Street, cuyo nombre –la “calle de la playa”- recuerda los límites de la ciudad en tiempos de los holandeses, se esconden magníficos ejemplos de arquitectura Art Déco. Casi todos se ubican en Adderley Street, que ocupa lo que en tiempos fuera el Herrengracht, el “Canal de los Caballeros”, por el que las mercancías de las naves holandesas llegaban hasta el centro de la colonia. En un pequeño mercado floral escondido bajo grandes edificios asoman las proteas, la flor nacional.

Longmarket Street es una pequeña arteria que bordea el hermoso First National Bank, corta la peatonal St. George Mall y desemboca en Greenmarket Square. Aquí está el Ayuntamiento que precedió al de los británicos, un alarde de arquitectura colonial holandesa de mediados del siglo XVIII. Al frente, asoman las elegantes fachadas del que fuera mercado de verduras y hortalizas. Dentro del antiguo edificio, destaca la Colección Michaelis, con arte holandés y flamenco del Siglo de Oro. Muy cerca, el viajero encuentra Long Street, afamada calle de animación nocturna, también interesante de día. Un precioso grupo de casas victorianas con porches de hierro forjado se arraciman a la vera de la Mezquita de la Palmera, donde una empinada calle permite llegar al antiguo Buitengracht, el “Canal Exterior” de los holandeses.

Es aquí donde la ciudad se torna increíblemente islámica: miles de musulmanes malayos e indonesios construyeron aquí sus casitas de colores, a imagen y semejanza de las que uno puede encontrar hoy en día en Malaca, Penang, Kuala Lumpur, Bandung, Yogyakarta o Singapur. Pero también viven unos 16.000 judíos en Ciudad del Cabo, la mayoría descendientes de asquenazís que huían de los pogromos de Europa Oriental. Cuentan con una hermosa sinagoga neomorisca, tan representativa del estilo favorito de los judíos orientales europeos en las postrimerías del XIX.

Decenas de “townships” rodean Ciudad del Cabo por el este. Me ayudará a visitarlas un muchacho nacido y criado en Langa, la más antigua de todas. Es un Khoisan grandote y robusto, peinado con rastas, cuyo nombre suena fonéticamente como “Cañizo”. Busco entender su versión de la historia de la ciudad, y me lleva raudo hasta el corazón del tristemente famoso Distrito Seis. De él fueron expulsados miles de negros que vivían en pleno corazón de Ciudad del Cabo para crear un distrito exclusivamente blanco. Es interesante escuchar su disertación sobre la forma en que los sucesivos gobiernos del Apartheid decidían quién era negro, quién coloreado y quién blanco, y cuáles eran los privilegios de cada uno, cuáles sus prohibiciones, cuáles sus límites, fronteras y obligaciones.

He pedido a Cañizo –pongamos que se llama así- que me enseñe Langa, Nyanga, Guguletu y Khayelitsa. Me encantaría llegar hasta Kayamandi, pero está demasiado lejos. Langa es la más antigua de las “townships”, y también la más interesante. Visito primero el Guga Sthebe Arts & Cultural Center. Mi guía Wallpaper le dedica una doble página como uno de los edificios que uno no debe perderse en Ciudad del Cabo. De arquitectura rabiosamente africana, es un irreverente conglomerado de espacios dedicados a enseñar oficios artísticos a los muchachos de estas barriadas. Me cuenta Cañizo, que vive al lado del Guga Sthebe, que los jóvenes de familias acomodadas del Cabo vienen a los guetos en sus potentes 4×4, buscando nuevas sensaciones. Quieren visitar un pub shebeen, beber cerveza de sorgo utshwala, comprar cualquier cosa en una tienda spaza financiada con microcréditos, y escuchar la mejor música de la ciudad. La canción negra en Sudáfrica va más allá de Miriam Makeba.

Cualquiera de las “townships” que existen en este país -Soweto es la más grande, con tres millones de almas- está dividida en cuatro áreas. La primera siempre es la más antigua, la de los trabajadores negros que llegaron a las ciudades en las primeras décadas del siglo XX. Y es también la más miserable. Hacinadas pensiones, compartidas por decenas de familias numerosas, son propiedad del municipio, que cobra un alquiler mínimo. La segunda zona es la de la “clase media”. Trabajadores que han logrado un cierto nivel de ingresos que les permite abandonar la pensión y comprar una casita unifamiliar, humilde pero propia. La tercera zona, que aquí llaman socarronamente “Beverly Hills”, es la que esconde las mejores residencias.

El centro comercial de Langa es una sucesión de construcciones prefabricadas que albergan bancos, supermercados y, cómo no, al consabido “sangoma”, el curandero tradicional. Pido a Cañizo que me presente a uno de ellos –los hay a cientos en las “townships”- y me lleva hasta el enorme tugurio del chamán. Con una piel de hiena sobre la cabeza, me cuenta, rodeado de cuernos de animales, serpientes amojamadas y mil y un frascos de ungüentos y recetas, cómo su padre fue “sangoma”. Y antes que él, su abuelo. Y que él mismo desde niño demostró que sabía curar imponiendo sus manos, y haciendo extraños cocimientos de yerbas.

Los “sangomas” nunca salen sin su pequeña alforja, donde piden a los pacientes que depositen un óbolo. Sin mediar palabra, procedo a dejar en el saco un arrugado billete de 20 rands. Un pequeño gruñido satisfecho brota de la garganta del brujo.