ALFARERAS EN KALADOUGOU Y UNA MEZQUITA EN SAN

Una familia libanesa se reparte en gran medida el negocio hostelero en Ségou. Son maronitas, y ya en otras expediciones a Mali tuve ocasión de conocer a su patriarca, un taciturno anciano cuyos hijos regentan los hoteles L´Auberge y L´Indépendance. Resulta cuando menos chocante poder pedir, a miles de kilómetros del país de los cedros y en un rincón perdido del África occidental, platillos como kefta, quibe, chawarma, hummus… Otra cosa es que recuerden hacerlos como solían cuando vivían en las montañas del Antilíbano: sólo el tabulé hace honor a su nombre. Decido almorzar en L´Auberge, en pleno centro de Ségou, pero no me atrevo con la cocina libanesa. Me conformo con un pollo al curry delicioso. Aquí los pollos son auténticos atletas: ni un gramo de grasa, con la carne pegada al hueso, oscura y sabrosa. Son pollos supervivientes.

Si Koro, “a la sombra del árbol de karité”. Así llamaron a Ségou (nombre ya colonial, afrancesado) los hermanos del clan Coulibali, que llegarían a formar aquí un reino bambara en el s.XVII. Protagonizaron una revuelta antiesclavista en su Costa de Marfil original, huyendo después hacia las riberas del Níger, pobladas de baobabs, karités y balanzans, los míticos árboles locales. Los ancianos cuentan que existen en Ségou 4.444 balanzan, además de un 4.445 oculto, invisible incluso para los iniciados. Es el árbol secreto.

El camino que media entre Bamako y Ségou permite al viajero detenerse en pequeños pueblos bambara, familiarizarse con conceptos como clan, familia, tribu, etnia. Generalmente, un anciano casado con varias mujeres genera a lo largo de los años una prole infinita, con decenas de niños multiplicándose por el generoso espacio de una unidad familiar, entre graneros, pesebres y pequeños habitáculos que hacen las veces de dortoir. Mientras machacan mijo, preparan o decantan el tan preciado aceite de karité, las mujeres de la casa reproducen movimientos milenarios con un saber transmitido de madres a hijas. Niñas y adultas manejan el mortero con maestría, imprimiéndole un ritmo contagioso, incesante, que alterna palmadas con golpes de cadera y cadenciosos balanceos. Aunque islamizada, la etnia bambara conserva fuertes raíces animistas, por lo que cualquier objeto o ser, animado o inanimado, adquiere para ellos rasgos divinos. La sublimación de la cotidianeidad.

Tras un breve descanso en el hotel L´Indépendance, en que aprovecho para darme un chapuzón en la piscina, me dirijo hacia Ségou Koro. A unos 15 km al suroeste de Ségou, deshaciendo camino en dirección Bamako y rodeada de baobabs y karités, se encuentra una de las aldeas históricas más auténticas del Níger. Tras presentar mis respetos al chef du village, el cacique local de porte regio y ademanes pausados, recorro las calles tapiadas en rojizo bancó, el adobe que aquí se mezcla con aceite de karité para evitar tener que repararlo cada año. Hace apenas un mes restauraron el antiguo palacio real, donde reposa el mítico rey Biton Coulibali, y muy cerca sorprenden al viajero la antigua mezquita ribereña y la que el monarca bambara construyese para su madre. Desciende el gran monarca tuerto (así es como llaman los peul al sol) sobre Ségou Koro. Mientras, a orillas del Níger, se refrescan jóvenes muchachas acompañadas de su prole, observadas de reojo por ancianos de rostros marcados por todas las arrugas del mundo.

Por la noche, los hermanos libaneses vigilan mi cena, rodeando al padre-patriarca maronita, desde un rincón del jardín del hotel L´Indépendance. La verdad, me he quedado con ganas de preguntarles cómo llegaron hasta este rincón de África Occidental desde las escalas de Levante, Amin Maalouf dixit. Sopa de legumbres, carne a la plancha, papaya con lima… y el maronita impertérrito.

He madrugado mucho para visitar Kaladougou. Para llegar hasta esta aldea alfarera hay que alquilar pinazas grandes a motor, que realizan el trayecto desde el puerto fluvial de Ségou en apenas 45 minutos. El Kankou Mousa, uno de los grandes ferries que en temporada de lluvias realiza travesías desde el puerto de Koulikoro (Bamako) hasta Gao, está varado en Ségou esperando la crecida de las aguas del Níger.

En Septiembre 2003 dirigí una expedición a Mali para la Asociación de Amistad Hispano-Árabe. En aquella ocasión, apenas terminadas las lluvias, tuvimos ocasión de navegar durante tres días seguidos entre Mopti y Tombuctú: 17 viajeros compartíamos una sola pinasse . Toda una experiencia. Para realizar en época seca cualquier desplazamiento fluvial con un grupo de expedicionarios se imponen varias barcas, ya que el nivel del río es muy bajo y una sola pinaza encallaría fácilmente. En la orilla opuesta se apilan varios montones de leña y cientos de objetos de barro cocido: orondas ollas, enormes cuencos para macerar dolo (la cerveza de mijo local), platos de diversas formas… Bajo un sol de justicia –y apenas son las ocho y media de la mañana- camino por entre matojos y arenales los dos kilómetros que separan el río del pueblo de Kaladougou, cruzándome con decenas de coloridos carromatos tirados por burros y cargados hasta la bandera de alfarería.

Es domingo y las mujeres de Kaladougou han horneado sus cacharros de barro. Lo hacen en gigantescas piras, cubriéndolos de paja de arroz y mijo. Antes, se habrán pasado horas pisando una mezcla de arcilla, gravilla y agua, buscando la perfección de la masa. Utilizando como molde una vasija, un odre o una cántara –ya cocidos- se afanan en reproducir formas simples, ancestrales; es una cerámica de churro, franca y contundente, que se decora con simples líneas rojas. En ocasiones, los objetos producidos causan sorpresa en el viajero, como es el caso de unas plomadas para redes fluviales realmente bellas. Es ya media mañana y el sol cae a plomo sobre Kaladougou cuando iniciamos el regreso hacia el Níger, donde nos esperan las pinazas que nos devolverán al puerto.

Apenas abandonamos Ségou, unos imponentes baobabs captan mi atención. Por su orgullo, representado por una frondosa copa de poderosas ramas, los dioses africanos castigaron al babobab condenándolo a crecer boca abajo. Desde entonces, los humanos sólo pueden ver sus raíces allá donde debiera estar la copa, tan retorcidas como la propia frustración del árbol humillado. Se suceden los poblados bozo, peul y bambara mientras avanzamos hacia San. Cruce de caminos, la ciudad de San cuenta con una mezquita de bancó realmente impactante. En Mali, los arquitectos se creen descendientes de Ibrahim (Abraham), y viajan descalzos de aldea en aldea con una vara como único instrumento de su ciencia. Con sus pies desnudos, estos arquitectos-alarifes pisan sabias y secretas mezclas de arcilla, paja de arroz, agua y aceite de karité para formar ladrillos de adobe, argamasas y enlucidos. Bendecidos por los marabouts , “siembran” con esotéricas semillas el terreno sobre el que van a construir. De tan mágica simiente sólo puede surgir un edificio robusto, de alma inalterable; sólo su superficie se resquebrajará y diluirá con las torrenciales lluvias de junio y julio, y bastará con volver a enlucirlo para que recupere su magnificencia.

San es un lugar pequeño pero muy interesante. He almorzado gallina de Guinea a la brasa –con un calor de plaga bíblica- y en el paseo por la ciudad, que prepara su mercado del lunes, he entablado conversación con varios ancianos que en su mayor parte han peregrinado a La Meca y gustan de compartir con los viajeros esa experiencia. Cae el día mientras seguimos nuestra ruta hacia el noreste, camino de Djenné, la mítica isla sobre el río Bani. En un poblado bozo, una mujer prepara una olla de tô mezclando harina de mijo, agua y potasa. El sol está a punto de ocultarse en una refracción casi blanca, algo irreal.

Es ya noche cerrada cuando cruzamos el Bani a bordo de una gabarra.

Imágenes: Silvia SEVILLA | flickr.com/photos/silviasevilla