UN CAMINO AL REVÉS DE LOS CRISTIANOS | SANTIAGO

“La Tita” es una has been. Quien tuvo… no retuvo. Sic transit gloria mundi. Y no me refiero a Carmen Cervera, que beso por donde pise: no ha habido mayor aporte a las colecciones españolas desde Felipe III que la conseguida por la baronesa Thyssen. Esto es otra cosa: ni más ni menos, cuestión de echarle huevos.

Así, a las bravas.

No me malinterpreten: echarle huevos, patata gallega, aceite de oliva, y buena mano. Parar, templar, mandar y cargar la suerte en los fogones donde se fríe una tortilla de patata, un toro difícil de lidiar. “La Tita”, que reinó años ha desde su trono en la Rua Nova compostelana sobre el trono de la mejor tortilla local, repartiendo suculentos bocados como tapa entre la parroquia, es ahora como esas viejas actrices de carreras acabadas que Hollywood bautizó como, traduttore traditore, “las que fueron”. Si a ello se le suma una caña de Estrella Galicia mal tirada, apaga y vámonos.

“La Tita” ha sido un borrón y cuenta nueva en una jornada plagada de placeres sensoriales, de cultura Hohe (alta) y Tiefe (baja), como diría un alemán. Viva el Moha (rúa Nova), increíble tortilla. Viva la tapa de oreja de cerdo cocida con pimentón del Orella (rúa da Raiña), copa de Godello incluida. Al lado, el Gato Negro, plagado de guiris. Y enfrente la Viñoteca Ventosela, con su tapa de embutidos ibéricos regados con loureira blanca.

Siempre que visito Santiago, me gusta iniciar el paseo matutino por el Parque Alameda y su umbrosa carvalheira. Valle-Inclán, de bronce efigie, sentado frente a las imponentes vistas, parece saludar al viandante mientras piensa, quién sabe, en su Tirano Banderas. Frente al parque, Lusco & Fusco Bakery Café, propiedad de gallego y gringa, hornea unos cinnamon rolls (bollitos de canela) de infarto. En esta mañana de húmeda neblina, un placer de dioses.

Por las cuestas del Barrio San Clemente, la rua da Trindade y la Avenida de Raxoi, el viajero llega al Obradoiro sin toparse con hordas de turistas, peregrinos y jubilados. Preparándose para el Año Santo –en 2021, la festividad del Apóstol cae en domingo- la catedral está en obras. Como la Puerta Santa permanece aún cerrada, hay que resignarse a entrar por Praterías o Azabachería, bajo un bosque de andamios que repta hacia el interior de la nave, como yedra de aluminio y acero que todo lo abraza. No hay misa de peregrinos, no hay botafumeiro, y la fila para abrazar al santo es infinita. Ay, esos tiempos en que uno seguía al pie de la letra el Códice Calixtino… Felizmente, aún puede hacerse la deambulatio y bajar a la tumba del santo, protegido por su celebérrima estrella, sorteando la marabunta que serpentea hacia el busto apostólico. Debe estar de abrazos el santo hasta la mismísima vieira.

Hay que cruzar la ampulosa Praza Praterías y la recoleta Praza Quintana para alcanzar el escondido San Paio de Antealtares. Merece la pena penetrar en el maravilloso mundo barroco del monasterio de benedictinas e iglesia de San Pelayo (San Paio), que fue residencia de estudiantes pobres y ostenta en su fachada el recuerdo al batallón literario que en 1808 se enfrentó a Napoleón, junto a las falangistas loas a José Antonio Primo de Rivera. Pedimos a una risueña benedictina cambio para iluminar los dorados retablos: “está muy bien puesto ahí, un euro, y por la ranura no caben ni de dos, ni de cincuenta céntimos”. La hermana portera y su sabia retranca galaica.

Callejeando, y escaleras abajo, se llega pronto al predio de la gran orden mendicante: San Francisco. La iglesia, que recuerda los votos de pobreza franciscanos, sigue teniendo culto, pero el monasterio sirve desde hace tiempo como hotel, algo ajado por el tiempo, gravitando alrededor de serenos claustros que conocieron tiempos mejores. Y tras el complejo del de Asís, el gigantesco parque que esconde el Auditorio Galicia, reflejado en un lago artificial plagado de ocas, y dos de los edificios que uno de los arquitectos más singulares del siglo XX español, Antón García Abril, creó en Santiago de Compostela: la Escuela Superior de Música y la sede de la SGAE-Sociedad General de Autores. Granito de porriño y miles de cajas de compact-disc retroiluminadas para una de las fachadas más polémicas que se recuerdan…

Tras ese desvío -¿acaso desvarío?- hacia la contemporaneidad, urge regresar al casco antiguo y asombrarse ante las colosales (y armoniosas) proporciones de San Martín Pinario. De nuevo los benedictinos, en franca batalla de lo sobredimensionado con el cabildo catedralicio. Esta noche acogen en su fastuoso, abigarrado y rico altar mayor una producción del Barbero de Sevilla rossiniano. Rosina, Fígaro y el Conde de Almaviva cantarán bajo un soberbio Santiago Matamoros (perdón, hermanos…). Renacentista, barroco, neoclásico: San Martín Pinario es uno de los espacios más delirantes de una ciudad como no hay otra en Galicia.

Para el almuerzo, elegimos Abastos 2.0 (en el mercado de abastos donde todo comenzó en 2009: luego vendrían la extinta Barra Atlántica en Madrid –a una de cuyas camareras reconocemos- y otras aventuras culinarias de la mano de Iago Pazos y Marcos Cerqueiro). Nos lanzamos a los mejillones en escabeche, navajas a la plancha, almejas a la marinera, empanada de jurel, ostras de Cambados, pulpo a la parrilla, ribeiro fresquito

Toca pasear hasta el complejo de São Domingos de Bonaval y visitar el CGAC-Centro Gallego de Arte Contemporáneo (del portugués Alvaro Siza). De nuevo, se trata de escapar de los senderos trillados: una excelente exposición temporal sobre refugiados (no hay museo en el mundo que no programe hoy en día exposiciones sobre migrantes y sobre el movimiento feminista), una célebre pieza de Dan Graham (a la que no hemos podido subir porque de manera incomprensible sólo abren sábados y domingos a partir de la una de la tarde) y el armónico parque que la paisajista Isabel Aguirre y el arquitecto Alvaro Siza diseñaron a la vera del CGAC. Custodio también uno de esos increíbles cementerios gallegos que parecen una lección de urbanismo, una frondosa carvalheira, y una legión de camelias, magnolios, araucarias y castaños de indias que enmarcan otra de esas vistas de Santiago que, literalmente, enmudecen… pero hay que abrir la boca para comer un poquito de tarta de Santiago de la Confitería Las Colonias, o para tomarse un café, un toffee de pera y una magdalena casera cortesía de la casa en Miguez antes del merecido descanso siestero en el kitsch hotel Araguaney, con sauna finlandesa incluida a falta de un baño reparador en la desangelada y fría piscina exterior.

Y nueva desconexión, ya recuperadas las fuerzas, en Gaiás, bien lejos del centro, donde se yergue esa megalomaniaca y desorbitada locura que es la Ciudad de las Artes y la Cultura, obsesión de Manuel Fraga que aún busca conclusión y algún uso. Sí, hay un museo. Y las Torres de Hejduk, delirio post-industrial que recuerda las fotografías que el matrimonio formado por Hans y Hilla Becher popularizaron del paisaje fabril de la Alemania oriental. Si merece la pena entrar al edificio-museo es por ver las maquetas y paneles de todos los proyectos que concursaron en su día: ganó Peter Eisenmann, y fiel testigo del interés que provocó a nivel mundial el concurso son las ideas de Jean Nouvel, César Portela, Daniel Libeskind, Juan Navarro Baldeweg, Rem Koolhaas… Llegar hasta la Ciudad de las Artes y la Cultura resulta tan complicado y alambicad como lo bizarro de la mera idea de su construcción, un eterno work in progress, donde solo respiran pura vida la espléndida biblioteca y archivo y, por supuesto, la cafetería.

Aunque, dicho sea de paso, y por aquello de exculpar: ¡qué vistas! Ni el helado de leche cruda de vacas gallegas, Bico de Xeado fecit, que nos llevamos al coleto camino del Araguaney, puede lograr que las borremos de nuestras agotadas –y excitadas- retinas.