LA MADRE DEL MUNDO: EL CAIRO EN RAMADÁN

Artículo disponible en formado audio narrado por Mikel González

Cuenta la tradición que en el quinto día de Ramadán del 358 de la Hégira (969 d.C.) un Califa fatimí, Muizzedín el-Alá, llegaba por primera vez al Cairo, la ciudad que sus ejércitos habían fundado. Era noche cerrada y los cairotas salieron en masa a recibir al Señor de los Creyentes sosteniendo miles de lámparas de colores. Desde ese día el «fanús», o lámpara de Ramadán, es uno de los símbolos del mes santo del ayuno para los egipcios.

El viajero recorre la calle El-Saad camino de la mezquita Sayeda Zeinab, en pleno corazón del Cairo más profundo. Aquí se encuentran la mayor parte de los latoneros que se ganan la vida creando fawanís de Ramadán. Una explosión de formas y colores llena las aceras frente a los talleres de estos caldereros que manejan la cizalla, la hoja de lata y los cristales polícromos con soberbia maestría, mientras brota de una desvencijada radio la voz de Farid al-Atrash.

Vivir el Ramadán en El Cairo –este año, entre el 23 de abril y el 23 de mayo- es una de las experiencias más impresionantes que imaginarse puedan. Esta megalópolis de 20 millones de habitantes, la más caótica, sobredimensionada y contaminada del mundo árabe, la Ciudad Victoriosa, la Madre del Mundo, se paralizará cuando al final de la tarde miles de almuédanos -primero el de la Mezquita del Azahar, y después el resto- anuncien a la gran urbe que el ojo es ya » incapaz de distinguir un hilo blanco de uno negro ”. Al grito de Alá Akbar (Alá es Grande), tronará la voz impostada del muecín: es el aviso de que el estómago puede ya saciarse. Desde media tarde los menesterosos, las viudas y los huérfanos se arracimarán en grandes mesas «de los Piadosos» cubiertas de comida y bebida que los comerciantes, las zawiyas, las mezquitas y los responsables de los waqf (instituciones pías, similares a nuestras fundaciones) ubicarán por doquier. Nadie tocará el pan de pita, nadie acercará sus labios al vaso de karkadé a la espera de la puesta de sol.

He experimentado un sinfín de rupturas del ayuno inolvidables durante tantos periplos por el Egipto olvidado: recuerdo particularmente una en al-Azar (la mezquita de Fátima «tan pura como la flor de azahar»); y otra, en la alejandrina mezquita Terbana. En ambas, los píos se intercambiaban dátiles, la fruta energética por excelencia, además de vasos de leche con frutos secos, llamados yamish. Los devotos llenaban mis manos con el fruto de la palmera, me indicaban que los comiera mientras el imám dirigía el rezo vespertino. Los bereberes magrebís dicen que ellos son capaces de vivir con un dátil al día: por la mañana se comen la piel; a mediodía, la carne; por la noche, el hueso.

Con la puesta de sol, El Cairo parece en Ramadán una ciudad fantasma. El viajero deambula por las calles absolutamente solo. Una hora después, como si regurgitase, la ciudad más poblada de África se llena de paseantes, comercios a rebosar de clientes, orantes postrados por doquier en la larguísima oración tarawí y atentos espectadores que, bajo grandes y coloridas jaimas, escuchan cómo imames y ulemas plantean sus exégesis de tal o cuál azura o aleya coránica. En Tanta, la capital del Delta del Nilo, mientras el viajero aspira perfumados narguiles y bebe té y karkadé a la vera del mausoleo de El-Badawi, el santo más importante del país, su pía cofradía canta alabanzas.

Las noches de Ramadán en Egipto son, sencillamente, inolvidables. Cerca de la plaza Tahrir, toca recorrer a pie el barrio de la plaza Talaat el-Harb y recordar lugares que conocieron mejores tiempos: el restaurante Arabesque, la pastelería Groppi, el Centro Griego del Cairo, el decadente Café Riche… Hay que ver la estupenda película El Edificio Yacobián (que rodó Marwan Hamed en 2006, basada en la novela homónima de Alaa al-Aswani) para comprender la decadencia de un Cairo cosmopolita y refinado que ya no existe, devorado por la demencia inmobiliaria y la especulación pura y dura. Película para la que, por cierto, Khaled Hammad compuso una maravillosa banda sonora.

A la puerta del Café Riche, el propietario a buen seguro sonreirá a pesar de tener casi echado el cierre, que muy bien pudiera ser definitivo. Nos enseñará el cabaré donde se conservan aún la linotipia y puerta secreta que utilizaron los revolucionarios de 1919. Y la sala principal, con las caricaturas y fotografías de los grandes de la literatura, la canción, el teatro egipcios. Se amontonan sobre las desvencijadas mesas papeles, libros, discos, recuerdos… Desde sus paredes, el Premio Nobel de Literatura Naguib Mafuz -cuyo retrato está orlado en señal de eterno duelo- y la gran cantante Oum Kalthoum se resisten a ser olvidados.

Cuenta Max Rodenbeck en su magnífica El Cairo. La Ciudad Victoriosa : «En cada visita a su casco antiguo -la zona de las grandes mezquitas, los palacios y los bazares medievales- descubría nuevas pruebas de su decrepitud: el mármol arrancado de las paredes, los antiguos minaretes derribados para levantar casas de vecinos, y los zapatos de plástico y las camisetas con estampados faraónicos sustituyendo en los mercados a las babuchas de piel de camello y los caftanes de satén. Paseando un día por el centro, en lo que antes era el Barrio «Europeo», descubrí uno de mis cafés favoritos transformado en una hamburguesería llamada Madonna´s. Una compañía de inversiones «islámica» compró y derribó el Hotel Nacional, cuyo ruidoso y envejecido piano bar, antaño presumía de tener una ridícula tertulia de prostitutas famosas durante la Segunda Guerra Mundial. Cuando cayó su estructura piramidal, aquello se convirtió en un aparcamiento al aire libre”.

Se refiere, claro está, a la Madre del Mundo, como cariñosamente llaman los cairotas a la capital de Egipto. Afortunadamente, siempre nos quedarán las palabras del historiador árabe Ibn Jaldun: » Quien no haya visto El Cairo no ha visto la magnitud del Islam, pues ella es la capital del mundo, el jardín del orbe, la asamblea de las naciones, el comienzo de la tierra, el origen del hombre, el iwan del Islam y el trono del reino.»

Y a dos pasos del Café Riche, cientos de creyentes se postrarán para la inacabable oración tarawí, el rezo vespertino del Ramadán.