LAS PIRÁMIDES Y SU DIVINA PROPORCIÓN

Merece la pena alborear para visitar Dashur, Menfis, Sakkara y Giza. Los caminos al sur del Cairo, apenas pasadas las 7 de la madrugada, desbordan de fellahs acarreando pesados racimos de dátiles de todas las variedades posibles.

A aproximadamente dos kilómetros y medio del extremo meridional de la necrópolis de Sakkara, Dashur es un vasto paraje donde se edificaron cinco pirámides durante el Imperio Medio. Las de Amenemhat II, Sesostris III y Amenemhat III se hallan en estado muy ruinoso y, desgraciadamente, es imposible penetrar en su interior pese a que su dispositivo subterráneo sea de los más apasionantes. Las otras dos pirámides son obras maestras del Imperio Antiguo creadas por el faraón Snefru hacia 2612-2589 a.C., uno de los más formidables constructores de la historia egipcia, el «rey benefactor en el país entero» cuya memoria fue venerada durante mucho tiempo. Tercera y cuarta pirámides más altas de Egipto -tras las de Keops y Kefrén-, los dos edificios de Snefru son con frecuencia llamados «pirámide roja» y «pirámide romboidal». La primera, por el color de sus bloques, y la segunda por el doble ángulo de inclinación que muestra. El viajero puede acceder al interior de la pirámide roja, cuyas salas abovedadas en saledizo, seguidas de un atanor alquímico -la cámara de resurrección, de unos 15 metros de altura- son los lugares donde el alma es elevada hasta el corazón de la piedra.

El nombre de Menfis procede de Men-nefer, «la perfección es estable». Esta es la mítica «balanza de las Dos Tierras», punto de equilibrio y de unión entre el Bajo y Alto Egipto. Aquí yace el gran coloso que representa a Ramsés II protegiendo a su hijo Kha-em-Uaset, «el que aparece glorioso en Tebas». Su gemelo, el Ramsés II que hasta hace algunos años presidía la contaminadísima plaza frente a la Estación Central en Cairo, fue trasladado hasta las inmediaciones del que será Gran Museo Egipcio en Giza.

Llegar a Sakkara es siempre emocionante. Aquí, en las lindes de la altiplanicie líbica, nos encontramos en el reino del desierto, de una tierra sagrada que domina el Valle del Nilo. Todavía es posible hallar silencio y soledad en Sakkara, menos agredida por el mundo moderno que la llanura de Giza. Por algo está este lugar colocado bajo la protección de Sokaris, el dios de los espacios misteriosos donde se lleva a cabo la resurrección. Hay que visitar las desconocidas tumbas del Imperio Medio y del Imperio Nuevo, el camino procesional cubierto hacia la pirámide de Unas, las tumbas de las épocas persa y ptolemaica… De la IIIª a la XIIIª dinastías, los faraones edificaron pirámides en Sakkara, la mayoría de las cuales, por desgracia, están muy destruidas.

Sakkara es también un conjunto de mastabas, a saber, moradas de eternidad decoradas con sublimes escenas, como la de Mereruka, que corta la respiración por su decoración simbólica. Equiparables a funerales, las siembras son un rito osiríaco: la simiente parece morir, pero lleva en sí el germen de la resurrección. Segar la espiga madura es un acto sagrado al que acompaña la música de un flautista, que toca una melodía religiosa.

Las primicias de la cosecha no están destinadas a los hombres sino a Osiris. Y cuando asistimos a la recolección de la uva, al pisado y prensado, se evoca también la «pasión» osiríaca. Muchos siglos más tarde, la figura de «Cristo en la prensa» recordará el carácter sagrado de la viña. Cuando la reina Nebet huele una flor de loto, alimenta su ka con el perfume de la resurrección; y al hacer que los pájaros rumoreen, se alejan las influencias nocivas para atraer las armónicas de la diosa Hathor. ¿Atrapar pájaros con red? Eso es interrumpir la enloquecida carrera de las almas errantes. ¿Hacer que un rebaño de bueyes cruce un canal? Eso supone conjurar mágicamente los peligros que contienen las aguas. ¿Cazar un hipopótamo? Es apaciguar el furor bestial y devolver la fuerza instintiva a la paz de Maat. ¿Abatir ritualmente un buey? Es dominar la potencia vital para transformarla en alimento del banquete. Se trata de algunas de las diversas escenas que encontramos en esta y otras mastabas, y que encierran todas ellas un significado simbólico. Cuando vemos a los orfebres trabajando, no olvidamos que modelan el oro de los dioses, el único capaz de infundir vida a las obras. Cuando contemplamos a los carpinteros ensamblando las distintas partes de una embarcación, recordamos que el astillero es un lugar de iniciación en el que se reúnen las diversas partes dispersas del cuerpo de Osiris.

Y luego, claro está, visitamos el recinto de la gran pirámide escalonada de Zoser. Rodeada por un fabuloso muro cuyos entrantes y salientes evocan las olas de la mítica laguna primigenia, la pirámide parece surgir de sus amorfas aguas, como el benben original de cuya cúspide surgió la luz según las adivinaciones de los sacerdotes del templo de On, en Heliópolis. Aguarda oculto el faraón nuestra visita, mientras recorremos el recinto en busca del muro de las serpientes uraeus y de los mojones que simbolizaban al Alto y Bajo Egipto durante la carrera ritual del monarca para tomar posesión de las Dos Tierras, de las Casas del Norte y el Sur donde, durante el jubileo real, se llevaban a cabo los ritos de resurrección y perpetuidad en el trono.

Ya en Giza, toca penetrar en la Gran Pirámide de Keops, gobernada por el más estético de los números: Phi (1,618…). Los matemáticos antiguos solían además ser poetas y filósofos que creían en la uniformidad de la naturaleza, y las matemáticas servían para satisfacer sus necesidades de comprender el mundo y resolver sus secretos. Phi, una constante matemática, era permanentemente revelada en las proporciones de objetos como plantas y animales. En el Renacimiento fue llamada la «Divina Proporción»: Phi es el límite de secuencias como la celebérrima Serie de Fibonacci, y el resultado al que se aproxima el cociente de dos números consecutivos de la serie. Aunque los historiadores remiten a Euclidio el descubrimiento de Phi, sorprende saber que los últimos estudios sobre la Gran Pirámide revelan la aparición de la «Divina Proporción» en sus medidas. Como también aparece en multitud de tumbas egipcias.

A la sombra de la Gran Pirámide se cobija el delicioso edificio neo-tebano que Auguste Mariette ordenó construir. Y multitud de mastabas, pequeñas pirámides de príncipes y reinas, un piramidón, cementerios de barcas solares… Caminamos hasta Kefrén mientras en la distancia se va difuminando la Pirámide de Micerinos, y asoma desafiante el Templo del Padre Terror, como llaman aún los árabes a la Esfinge temiendo su inquietante fuerza (le dispararon incluso un cañonazo para mutilar su rostro). Los escultores egipcios crearon muchas, pero ésta es la mayor. Su papel consiste en proteger las tres pirámides y permitir el renacimiento del sol cada mañana. El custodio de la luz, a pesar de la prueba del tiempo y del fanatismo, permanece en su puesto. León de cabeza humana, tocado con una peluca real, esa esfinge colosal fue tallada en una colina de calcáreo. Ser de luz, la Esfinge conoce el secreto del ciclo que va del nacimiento a la muerte, y luego de la resurrección a otra vida. En su cara este, hacia levante, se edificó un templo de granito, degradado hoy, donde recibía ofrendas. En la Baja Época, los peregrinos rogaban que les escuchara, como indican las «estelas con orejas» en las que se la representa. Dos faraones de la XVIIIª dinastía manifestaron su veneración por la Esfinge: Amenhotep II, que hizo levantar una estela en el nordeste, y Tutmosis IV, que hizo colocar otra entre sus patas delanteras por revelar fabulosos acontecimientos. Antes de su coronación, el joven se hallaba cazando en el desierto. Se acercaba mediodía. Se durmió al pie de la Esfinge y, durante su sueño, ésta se le apareció y le habló. Se sentía muy descontenta, pues no soportaba ser prisionera de la arena. Si el príncipe Tutmosis la liberara de ella, sería Faraón. El futuro rey hizo construir un muro que detuvo las dunas de arena y accedió al trono.