NIDOS DE ÁGUILA Y TEMPLOS JAINISTAS

La distancia que media entre Udaipur y Kumbhalgarh es de apenas 85 kilómetros, pero se tardan no menos de 3 horas en salvarla. En la India, las carreteras locales son tremendas, y sería imposible mejorar esta media. Temprano en la mañana, protegidos por un sol azafranado cuya salida saludamos, como cada mañana hacen millones de hindúes, abandonamos las terrazas del Grand Laxmi Vilas Palace camino de la fabulosa fortaleza que el maharaná Kumbah fundó en el s.XV, tantas veces asediada y jamás conquistada.

Rajeev, nuestro guía, se lanza a explicarnos los caminos del misticismo hindú: ¿cómo escapar de la infernal rueda del samsara, la infinita reencarnación? ¿cómo enfrentarse al yo para que prevalezca el no-yo? ¿Cómo evitar el deseo, la causa del sufrimiento del ser humano? Filósofos como Kant y Schonpenhauer, escritores como Víctor Hugo, Mark Twain o Aldous Huxley sintieron una especial fascinación por el mundo místico indio, y si en España produjimos dos grandes como Santa Teresa de Ávila o San Juan de la Cruz, ¿cuántos miles de desconocidos y brillantes místicos no habrá conocido este país? Aunque se haya practicado yoga durante años, por ejemplo a las órdenes del polifacético Ramiro Calle, es fácil perderse en la complejidad, disfrazada de aparente sencillez, de la espiritualidad hindú, a años luz de nuestra concepción del mundo y del universo.

El camino, que serpentea al pie de la cordillera de los Arawalli, es bellísimo. Puro campo, puro mundo rural rajastaní. Campesinos ataviados con sencillos dhotis blancos y complicados turbantes carmesí; muchachas jóvenes que lucen faldas de brillantes colores, velando su rostro si ya están casadas o luciendo hermosas joyas –ajorcas, narigueras, tumbagas y piercings – cuyo brillo potencian sus francas sonrisas. Mahatma Gandhi aseguraba: “La India son sus pueblos”. Sólo en el Rajastán hay más de 40.000, y no intentar aunque sea de refilón aproximarse a esta realidad sería un error. Metidos en ambiente, aprovecho para leer unas páginas de La India de Pierre Loti (el capítulo en el que narra su llegada a Odaypura, nuestra Udaipur, y su encuentro con el maharaná) y algún que otro cuento-parábola de los miles que Ramiro Calle ha recopilado a lo largo de los años.

Poco a poco la carretera va empinándose, ascendido a las estribaciones meridionales de los Arawalli. Tras reposar unos instantes en un agradable y bucólico hotelito propiedad, cómo no, del maharaná de Udaipur, alquilo un jeep 4×4 para iniciar la subida hacia la crestería donde reposa la fortaleza de los monarcas del Mewar: el fuerte-ciudadela de Kumbhalgarh. Superada la puerta de la primera cerca, la estampa que se abre ante nuestros ojos es impresionante: 36 kilómetros de murallas consolidadas por potentes cubos almenados, tras las cuáles asoman las sikharas de varios templos shivaicos, el antiguo fuerte y el fabuloso Bada Mahal, el “Palacio de las Nubes” que un maharaná de finales del XIX quiso construir allá donde la roca se empeña en querer alcanzar el cielo. Tras visitar uno de los santuarios y presenciar la sencilla ceremonia de unos jóvenes recién casados sobre el falo-lingam de Shiva (lo bañan y refrescan con mantequilla clarificada, leche y yogur; él, por cierto, es marinero y ha pisado los puertos de Valencia, Barcelona y Tenerife) iniciamos la ascensión a pie por la inclinada rampa que lleva hasta el Bada Mahal. El esfuerzo merece la pena: las vistas son increíbles, ya no solamente sobre la fortaleza y sus bastiones y muros almenados, sino sobre toda la cordillera de los Arawalli. Comoquiera que más abajo he comprado unas cuántas bolsas de patatas fritas –masala, con cebolla y queso, saladas, con tomate…- improvisamos un rápido aperitivo que nos sabe a gloria, suspendidos en esta atalaya color albero.

Hemos reservado mesa para almorzar en el hotelito del maharaná. Nos sirven una deliciosa sopa de tomate aderezada con cúrcuma y croutons, y a continuación toda una serie de deliciosos platillos: cordero masala, okra, chapati recién horneados, yogur fresco, pasta con crema y de postre, flan de huevo y sésamo. Ya saben: nuestra principal preocupación es nuestra alimentación…

Desde Kumbhalgarh, el camino hacia Ranakpur y sus templos jainistas apenas si tendrá 65 kilómetros, pero 2 horas no nos las quita nadie. No importa: el camino es uno de los más escénicos y costumbristas de todo el Rajastán. Manadas enteras de monos, pueblos perdidos al pie de estas montañas, una vegetación exuberante, sorpresas etnográficas nos mantienen entretenidísimos. Aprovecho para disertar un buen rato sobre vida y costumbres en la India rural, y para presentar la difícil condición de la mujer en el campo indio. Un tema espinoso, complicado de abordar sin caer en la denuncia fácil, y que intento enfocar con la suficiente distancia como para no caer en el panfleto.

El gran templo de Adinatha en Ranakpur está dedicado al primero de los veintitantos tirtankharas, los profetas de los jainistas. A diferencia de las imágenes budistas, las jainistas están completamente desnudas: a su alrededor evolucionan los monjes, que visten manto amarillo y decoran las imágenes con las flores que donan los fieles y peregrinos. El templo de Adinatha es soberbio, exageradamente decorado, y sus 144 columnas son un portento de la escultura en mármol. Aquí y allá surgen detalles maravillosos: la rueda de la serpiente-naga, los mandalas marmóreos, los relieves místicos… Un monje nos presenta polvo de azafrán para, a modo de tikka, dibujar un punto amarillo en nuestra frente y así iluminar el camino al discernimiento. Más allá, otros dos templos jainistas, muchísimo más pequeños, sirven de plataforma-terraza para fotografiar el exterior del Adinatha, con sus decenas de sikharas que evocan otros tantos Montes Meru, o la montaña Kailasha que sería su imagen en la Tierra, allá en los Himalayas. Terminamos caminando hacia uno de los pocos Templos Solares (dedicado a la divinidad solar védica, Surya, en su carro tirado por siete corceles) que puedan verse en la India. El sol acaba de ponerse, y la luz que absorben y desprenden los santuarios a esta hora es simplemente indescriptible. Suenan enérgicos tambores mientras los alegres peregrinos jainistas se dirigen a la hospedería para disfrutar de una buena libación en comunidad.

No esperan cuatro horas de carretera antes de llegar a Jodhpur, la ciudad azul.